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Por Nicolás Águila
Desde el manto freático hasta las diez y media pasado meridiano me llega el agua isotónica, límpida, del Hanabanilla salutífero de mi infancia escambraica, a caballo del tiempo, como imitación de sí misma o como réplica de su copia en la mutación especular. Y es entonces que la musa importuna bebe las conclusiones del espanto. En el estribo mutuo la suerte y la desdicha pisan su cortesía, se saludan y luego se distancian.
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Contigo, sin ti, una voz
en la luz de mi memoria,
para siempre en nuestra historia,
libre, profundo, veloz;
nostalgia como una higuera
en naturaleza pura.
Algunos dicen: locura.
Yo sé, Luis, de qué manera
se alimentaba esa hoguera,
de todos los males, cura.
Yo sé de esa luz que baja
por los trillos, las cañadas,
regreso en las madrugadas
junto al cantor que no faja,
perdida su última lid.
Como la guitarra luego
se hará refugio en el fuego
que consume el corazón,
hacer perder la razón
y te inmortaliza, Luis.
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Por Orlando V. Pérez
…de una tarde cuando llueve.
Luis Gómez
De una tarde cuando llueve
acude siempre el perfil
tremolando. Fue en abril:
el recuerdo araña, y bebe
del alma en la piel más nieve.
Bajo el torvo temporal,
en sueños de espuma y sal,
estrenaron la canción,
como batiente tifón
en alas de un madrigal.
En alas de un madrigal,
como batiente tifón
estrenaron la canción
en sueños de espuma y sal
bajo el torvo temporal,
del alma en la piel más nieve.
El recuerdo araña, y bebe
tremolando. Fue en abril:
acude siempre el perfil
de una tarde cuando llueve.
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Por Pepe Sánchez
SOCRÁTICAS
¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
Rafael Alberti
Lo primero es un viento favorable,
ser el gurú que escribe tu destino,
la ruta sobre el mar, tu sol latino.
Mantener firme la pasión, lo amable.
Y seguir construyendo un puente estable
sin ver que otros hicieron el camino,
que es difícil en tierra ser marino
y al final todo puerto es memorable.
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Hay un lirio quemado por el rezo;
es la sed que no calma su amargura,
donde la claridad se torna oscura
cuando fluye en la pátina del beso.
Corre y cierra los ojos sin señales,
sus pétalos se rompen devastados;
piensan que todavía enamorados
ven rosas en confines desiguales.
Tantea los caminos del clamor,
y el aroma de fe apasionada
es la calma en la espera del amor.
El lirio entre la brisa ve el jardín
que respira con luz ilusionada
por el óleo fresco de un jazmín.
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Las Huellas en el viento —que Jorge Amador Sosa Bermúdez propone en esta compilación de respuestas a pies forzados— es una muestra, no de sus mejores décimas, sino de una pequeñísima parte de su obra recuperada en los diferentes eventos en los que volaron en el aire otras muy buenas, tal vez hasta mejores, pero perdidas en el espacio de las parrandas guajiras cubanas.
El pie forzado es un verso octosílabo impuesto al repentista para que en un brevísimo interludio musical entre laúd, guitarra y tres construya una décima completa, que generalmente puede concluir con este. El poeta suele demorar algo más de un minuto en solucionarlo.
Un espectáculo donde se respondan pies forzados es una demostración clara de qué es el repentismo, el talento poético y la magia que hace extraordinario a este arte que sorprende al público con su genialidad.
La reflexión del autor sobre el significante, es la primera propuesta, continúa con la connotación de sus años como improvisador y le siguen las que han sido las respuestas inmediatas a los pies forzados, como corresponde a un poeta repentista cuando complace las peticiones de su público.
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Por Mayda Palazuelos
En mi hombro está la monita Yambu. Ella nunca va a crecer más de una cuarta. Y creo que en esta ocasión se van a cumplir las predicciones de mi amigo y coterráneo, el poeta Orlando Víctor Pérez Cabrera, cuando hace muchos años me dedicó estas décimas:
Tu casa: un edén
Mayda Vives, me han contado
de tu vida buenas nuevas
y del camino que llevas
para mejorar tu estado.
Eso mucho me ha alegrado
y es entonces que me explico
que al felino Federico
una entrevista le hicieron
y que las garras salieron
por la prensa del gatico.
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Por Nicolás Águila
Menéndez Peláez es un héroe cubano aunque haya nacido en Asturias. Siendo un adolescente se radicó en la ciudad de Cienfuegos, donde cumplió su sueño de hacerse piloto. Llegó a ser un as de la aviación y pionero de los vuelos trasatlánticos. En mi pueblo de Cumanayagua —y en Cuba— se convirtió en una leyenda tras su muerte trágica en el aeropuerto de Cali en 1937. Cuentan que Menéndez Peláez le “vendía listas” a Ofelia, la novia cumanayagüense, lanzándole flores desde su monomotor después de hacer mil piruetas en el aire. Con ella se casó y tuvo un hijo, Tony Menéndez, a quien yo veía de niño “embalado” en su auto de carrera —una cuña roja, creo recordar— por la calle de mi pueblo que lleva el nombre de Capitán Antonio Menéndez Peláez, la vieja calle siempre calle Nueva donde nací y donde me crie.
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Agobia la prisión de los dolores;
en la resaca del destino
veré la raíz del aliento:
el borde de mi alma
he desmontado en el mar
para construir muros
y los temblores secos de la lluvia.
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Por Nicolás Águila
Se nos encangrejó la guagua y a caminar se ha dicho. El hambre arreciaba aquel viernes santo a las tres de la tarde sin bacalao a la vizcaína (que mi abuela cocinaba con papas a la criolla), mientras yo arrastraba las botas cañeras recién estrenadas, ¿o es que eran botas rusas todoterreno, de las que te estrangulaban el pie? Llegando a la curva de la muerte, la Curva de las Cañabravas, la que tenía un puentecito estrecho justo a la mitad y luego lo quitaron porque invitaba al desastre, rompió de repente la lluvia al descampado, torrencial y traicionera. Y yo sin capa y sin paraguas —sin ti, para más inri, que ya te habías ido de mi lado, del pueblo y del país, pero no de mis sueños—, sin bacalao y sin ti y con los papeles mojados que me empapaban el alma en la cuneta de la vieja carretera de las curvas mortales, donde por la noche lloraban los muertos oscuros sin descanso y se agolpaban las almas en pena en tétrico aquelarre. Contaba la gente de mi pueblo que en ocasiones señaladas, hacia medianoche, allí mismo salía una mujer esbelta toda vestida de blanco, con una larga cabellera gris y una vela encendida en la mano. Paqueteros que eran mis paisanos.
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