Por Rolando Revagliatti   

 

1.- Rolando Revagliatti: ¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?

Rafael Felipe Oterino: Debo retrotraerme a mis doce o quince años, en La Plata, a un día violento de otoño en el que las hojas de los plátanos volaban y se arremolinaban en la vereda con el anuncio de una tormenta inminente. Ahí me cayeron unas primeras líneas que bosquejaban la idea de un mundo sustraído de su orden, arrebatado por el torbellino del viento y seguido en mí de algo interior parecido a un reclamo de piedad. No hago esfuerzos por recordar esos versos (más bien, hago el esfuerzo de olvidarlos), ya que dicho primer intento no era más que una expresión subjetiva y no la pieza literaria y susceptible de compartir que constituye un poema.


2- RR:
¿Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad, con las contrariedades?

Por Anthony Hopkins

 

Esto es lo más difícil que tendrás que hacer en tu vida y también será lo más importante. Deja de tener conversaciones difíciles con personas que no quieren cambiar. Deja de aparecer para las personas que no tienen interés en tu presencia. Sé que tu instinto es hacer todo lo posible para ganar el aprecio de los que te rodean, pero es un impulso que roba tu tiempo, energía, salud mental y física. Cuando empiezas a luchar por una vida con alegría, interés y compromiso, no todo el mundo estará listo para seguirte a ese lugar.
     Eso no significa que tengas que cambiar lo que eres, significa que debes dejar ir a las personas que no están listas para acompañarte. Si eres excluido, insultado, olvidado o ignorado por las personas a las que les regalas tu tiempo, no te haces un favor al seguir ofreciéndoles tu energía y tu vida.

Por Naizomi Getav

 

Se retrata el deseo en los lienzos de la carne, pincel y carmesí son la empatía en un paisaje de lujuria desvestida por las manos sedientas del viento.

Estiran los segundos sus cuerpos, los minutos se detienen admirando el éxtasis de un paréntesis apasionado encerrando al tiempo en un orgasmo infinito que respira y muere en el intento de no rogar al placer detenerse.

¡Ah, la imaginación vuela vehemente, imparable, imparcial besa los pies del miedo, seducidos están los deseos del deseo mismo!

La piel en entrega es volcán, vaivén orgásmico cual sauce mecido a la fuerza poderosa del aire..., los ríos bañan con sus dulces y gratas aguas la vida que a la tierra engalana.

Grandes humedales son regocijos a las sábanas de seda.

La naturaleza del ser despierta...
Despierta y se recrea entre los brazos de un deseo con sed.

Por Mario Vargas Llosa

 

Antes que nada, Don Quijote de la Mancha, la inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de La Mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras. Lo anima un designio enloquecido: resucitar el tiempo eclipsado siglos atrás (y que, por lo demás, nunca existió) de los caballeros andantes, que recorrían el mundo socorriendo a los débiles, “desfaciendo entuertos” y haciendo reinar una justicia para los seres del común que de otro modo éstos jamás alcanzarían, del que se ha impregnado leyendo las novelas de caballerías, a las que él atribuye la veracidad de escrupulosos libros de historia. Este ideal es imposible de alcanzar porque todo en la realidad en la que vive el Quijote lo desmiente: ya no hay caballeros andantes, ya nadie profesa las ideas ni respeta los valores que movían a aquellos, ni la guerra es ya un asunto de desafíos individuales en los que, ceñidos a un puntilloso ritual, dos caballeros dirimen fuerzas.

Por Gabriela Mistral  

 

Si yo te odiara, mi odio te daría
en las palabras, rotundo y seguro;
¡pero te amo y mi amor no se confía
a este hablar de los hombres, tan oscuro!

Tú lo quisieras vuelto un alarido,
y viene de tan hondo que ha deshecho
su quemante raudal, desfallecido,
antes de la garganta, antes del pecho.

Estoy lo mismo que estanque colmado
y te parezco un surtidor inerte.
¡Todo por mi callar atribulado
que es más atroz que el entrar en la muerte!

 

 

Por Ernesto Cardenal

 

Al perderte yo a ti
tú y yo hemos perdido:
yo porque tú eras
lo que yo más amaba
y tú porque yo era
el que te amaba más.
Pero de nosotros dos
tú pierdes más que yo:
porque yo podré amar
a otras como te amaba a ti
pero a ti no te amarán
como te amaba yo.

 

*
Esta será mi venganza:
Que un día llegue a tus manos
el libro de un poeta famoso
y leas estas líneas

Por José Saramago 

 

A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.
     Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.
     Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.

Por Oscar Wilde

 

Cuando Narciso murió, las flores de los campos se entristecieron y suplicaron al río que les prestase gotas de agua para demostrar su duelo. “¡Oh! —contestó el río—. Si todas mis gotas de agua fuesen lágrimas, no tendría bastantes para llorar yo mismo a Narciso; hasta tal punto le amaba”. “Es natural —dijeron las flores—. ¿Cómo no amar a Narciso, que era tan bello?” “¡Ah! ¿Era muy bello entonces?” —preguntó el río—. “¿Quién mejor que tú puede saberlo, ya que él reflejó en ti tantas veces su rostro, inclinándose sobre tus orillas para mirarse en tus aguas?”
Después de un breve silencio, el río respondió: “Le amaba porque cuando se inclinaba sobre mí podía contemplar mi belleza reflejada en sus ojos”.


Por Andrea Jerez

 

Mis tías dicen que no vivió
porque no la bañaron,
los médicos mienten.
A los bebés el primer día
hay que sumergirlos
en agua de manzanilla,
limpiar bien su lanugo
y dejarlos reposar en el tobo
hasta que se les arruguen los dedos.
Solo así olvidan el útero
y prefieren quedarse acá.
Esa grasa de recién nacida
la hizo resbalosa
para las manos de la familia.
La muerte es más hábil,
agarró a mi hermana,
lavó su piel con un paño húmedo,

Por Roberto Bolaño

 

En aquel tiempo yo tenía 20 años
y estaba loco.
Había perdido un país
pero había ganado un sueño.
Y si tenía ese sueño
lo demás no importaba.
Ni trabajar ni rezar,
ni estudiar en la madrugada
junto a los perros románticos.
Y el sueño vivía en el espacio de mi espíritu.
Una habitación de madera,
en penumbras,
en uno de los pulmones del trópico.
Y a veces me volvía dentro de mí
y visitaba el sueño: estatua eternizada
en pensamientos líquidos,