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Por María Herrera
Murmurando espinas
dormita fatigado
el gélido sol
que cubre la vida;
la mirada del destino
sangra
naturaleza muerta.
Soplan los pulmones, resignándose
al silencio que, fúnebre,
invade de horror los fantasmas
del futuro y
los caduca de pasado.
Yace insomne la cordura,
y es la locura,
que habita
en un poema sin nombre.
Espectros del juicio
azotan realidades,
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Allí estaba otra vez ese ruido. Aquel ruido frío, cortante, vertical, que ya tanto conocía pero que ahora se le presentaba agudo y doloroso, como si de un día a otro se hubiera desacostumbrado a él. Le giraba dentro del cráneo vacío, sordo y punzante. Un panal se había levantado en las cuatro paredes de su calavera. Se agrandaba cada vez más en espirales sucesivas, y le golpeaba por dentro haciendo vibrar su tallo de vértebras con una vibración destemplada, desentonada, con el ritmo seguro de su cuerpo. Algo se había desadaptado en su estructura material de hombre firme; algo que las otras veces había funcionado normalmente y que ahora le estaba martillando la cabeza por dentro con un golpe seco y duro dado por unos huesos de mano descarnada, esquelética, y le hacía recordar todas las sensaciones amargas de la vida. Tuvo el impulso animal de cerrar los puños y apretarse la sien brotada de arterias azules, moradas, con la firme presión de su dolor desesperado. Hubiera querido localizar entre las palmas de sus dos manos sensitivas el ruido que le estaba taladrando el momento con su aguda punta de diamante. Un gesto de gato doméstico contrajo sus músculos cuando lo imaginó perseguido por los rincones atormentados de su cabeza caliente, desgarrada por la fiebre. Ya iba a alcanzarlo. No. El ruido tenía la piel resbaladiza, intangible casi. Pero él estaba dispuesto a alcanzarlo con su estrategia bien aprendida y apretarlo larga y definitivamente con toda la fuerza de su desesperación. No permitiría que penetrara otra vez por su oído; que saliera por su boca, por cada uno de sus poros o por sus ojos que se desorbitarían a su paso y se quedarían ciegos mirando la huida del ruido desde el fondo de su desgarrada oscuridad.
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¿Quién entona sobre mi paz?
Poseo innúmeros rostros: acertijos grabados
en la arena, y palabras; ingenuas palabras,
más otro rostro que me negaron los espejos.
Algo de mí ha muerto en los naufragios.
Dormir quiero como esas bestias en remotas
playas, y ganar a las gaviotas los insectos.
¿Quién entona por fin?
Toda mi paz, ha muerto en los naufragios.
La carne invariable
Acordonarse los zapatos a la fuerza.
Encontrar cada mañana al sádico.
Defecar por otros órganos.
Vivir las edades biológicas de nieve.
Desmoronarse en otro cuerpo.
Creerse precariamente Dios
y ser la invariable carne de los siglos.
No poseer más oros que la muerte
y espantarnos como animales,
de nuestra propia sombra.
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Por Teófilo Guerrero
Estaba subiendo por la rampa cuando sintió que ya no podía con el peso, y tuvo que parar un segundo para tomar aire y seguir, empujando con las ganas antes que con los músculos, ya tiesos y adoloridos. Y llegó. Puso las cuatro cajas sobre la plataforma del torton y se sintió liberado.
El mercado sudaba bullicio, palabrotas, palabritas, palabrería y palabras que se intercambiaban como pesos y centavos. Escuchó su nombre cuando el olor a tacos y a jugo de naranja le avisó que no había desayunado, y ya eran las 11:30.
—Mingo.
Volteó a ver al patrón, traía una libreta vieja, y se le hizo agua la boca cuando pensó en el dinero.
—¿Te avientas veinte costales de papa?
La cara de Mingo cambió, tenía hambre, y veinte costales de papa, desde la bodega, lo alejaban de un desayuno más o menos decente y a un horario todavía más decente.
—¿Nomás veinte, patrón?
—Simón, y te doy otros cincuenta varos.
Calculó el tiempo y el hambre, y no le salían las cuentas. Volteó a ver a su patrón para negarse amablemente cuando alcanzó a ver a su hijo viendo fijamente el puesto de tacos. Regresó la mirada y asintió con la cabeza aceptando la misión.
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Por Edgar Allan Poe
Te vi a punto.
Era una noche de julio,
noche tibia y perfumada,
noche diáfana…
De la luna plena límpida,
límpida como tu alma,
descendían
sobre el parque adormecido
gráciles velos de plata.
Ni una ráfaga
el infinito silencio
y la quietud perturbaban
en el parque…
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Por Octavio Paz
La amistad es un río y un anillo.
El río fluye a través del anillo.
El anillo es una isla en el río.
Dice el río: antes no hubo río, después solo río.
Antes y después: lo que borra la amistad.
¿Lo borra? El río fluye y el anillo se forma.
La amistad borra al tiempo y así nos libera.
Es un río que, al fluir, inventa sus anillos.
En la arena del río se borran nuestras huellas.
En la arena buscamos al río: ¿dónde te has ido?
Vivimos entre olvido y memoria:
Este instante es una isla combatida por el tiempo incesante.
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Su carro se deslizaba por la colina, en una mañana de emociones. Miró su reloj. Faltaba mucho tiempo para la hora de entrada a su trabajo, normalmente hacía quince minutos de trayecto. El corazón de Susana latía aprisa, sabía muy bien que ahora con tantos fraccionamientos que rodeaban al suyo los autos se habían multiplicado y las vías para transitar eran insuficientes, por lo que tardaba una hora y diez minutos para arribar a sus labores. Caía seguido en baches que arruinaban su auto. Tenía muchos minutos para reflexionar acerca de las ciudades y el mundo actual. Sus pies tocaban el embrague y freno, el avance era mínimo, lo que le permitía observar por el espejo retrovisor los rostros de las personas que iban a ambos lados y detrás de ella; las expresiones de las personas casi eran las mismas, parejas sin hablarse en kilómetros, cada uno en su mundo y distantes como dos perfectos extraños, hastiados de la vida o de su relación: las había con el rictus de enojados con la pareja o con los hijos. En especial, dos rostros le llamaron profundamente la atención: un padre con una expresión demasiado adusta que ignoraba a su hijo adolescente que, a la vez, hacía notables esfuerzos por ausentarse virtualmente del auto, demostrando su aversión al padre.
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A Pepe lo considero un amigo, un amigo más sabio que yo, de quien aprendí algo que me ha sido muy útil en la vida: el arte de la efusividad. Como mexicano introvertido, a veces confundo la discreción con la sequedad. Pepe, de una región donde saben bailar mucho más y mejor que nosotros, me enseñó, sin decírmelo y sin saber que me lo enseñaba, que la efusividad no es el exceso apasionado de las promesas incumplidas sino el gesto de la atención consciente y empática a la otredad, premisa fundamental del quehacer artístico y sobre todo humano.
Pero no voy a hablar aquí de la personalidad de mi amigo Pepe, sino del escritor Sánchez, a quien llamaré de esta forma, por su apellido, aunque sean el mismo, y de sus versos, que juzgaré como si no conociera al autor, para no comprometer mi neutralidad.
Diré que sus versos, en efecto, mantienen esa pasión, ese arrojo, pero mezclado siempre con un aura de misterio, casi de la autocontención que es natural de quien va al límite de una sensibilidad maravillosa y se encuentra abismos emocionales, mitologías ancestrales y reflexiones que superan los límites de una realidad social menos poética, el desarrollo de una mentalidad que no es eurocéntrica pero tampoco desprecia los orígenes griegos de la literatura, que sí es latinoamericana en su esencia pero tampoco lo vuelve una bandera política ni se esconde detrás de una causa momentánea.
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En un día de primavera, mientras el sol se ponía en el horizonte, Aleksei, el viejo cartero, arrastraba sus pies pesadamente por las calles del pequeño pueblo. Llevaba su pesada bolsa llena de cartas que esperaban ser entregadas a sus destinatarios, pero en su corazón había algo extraño, un sentimiento de vacío que no sabía cómo describir. Durante sus años de trabajo, se había ganado la fama de ser meticuloso y puntual, pero nadie había notado nunca esa profunda soledad que lo invadía.
Aleksei vivía solo en una pequeña habitación sobre la oficina de correos. Cada día, estaba allí, siempre a la misma hora, recibiendo a la gente con una sonrisa cortés y entregándoles sus cartas llenas de noticias, muchas de ellas de seres queridos o de aquellos que vivían lejos. Pero, a pesar de todo, nunca había recibido una sola carta en su vida. Nadie esperaba cartas de él, y nadie se preocupaba por saber si estaba vivo o muerto. Esta dolorosa verdad lo acompañaba en cada paso que daba.
Un día, mientras entregaba las cartas a Elena, la hermosa viuda que vivía en las afueras del pueblo, sintió algo extraño. Elena siempre le abría la puerta con una sonrisa educada, pero esta vez, había algo en sus ojos, algo que hizo que el corazón de Aleksei latiera más rápido.
—Aleksei, ¿me traes algo especial hoy? —dijo Elena con una voz suave, como si supiera algo más sobre su carta de lo que él mismo sabía.
Aleksei sonrió, pero sintió que las palabras que salieron de su boca eran vacías, sin ningún sentimiento verdadero. No, solo las cartas habituales.
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Por Lope de Vega
Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde y animoso;
no hallar fuera del bien centro y reposo,
mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
enojado, valiente, fugitivo,
satisfecho, ofendido, receloso;
huir el rostro al claro desengaño,
beber veneno por licor süave,
olvidar el provecho, amar el daño;
creer que un cielo en un infierno cabe,
dar la vida y el alma a un desengaño;
esto es amor, quien lo probó lo sabe.
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