Por Nicolás Águila
Más de cien años después, la rosa blanca martiana conserva su frescura y lozanía. Sin marchitarse, aunque se mire bajo otra luz generacional y desde otra perspectiva crítica, su permanencia y atemporalidad es indiferente a los duelos verbales entre martiófilos y martiófobos, que se afanan en julio como en enero por definir la vigencia o no del legado histórico de la vida y obra de José Martí. Pero, pese a los regateos dialécticos, Martí pervive con un alto grado de estabilidad dinámica que tiende a la inestabilidad para volver a estabilizarse. O dicho en términos más exactos, se mantiene en un permanente estado de equilibrio metaestable. Como los clásicos, que ya es decir.