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Hoy Laura Valentina, después de jugar con sus amigos, algo cansada se sentó en su sillón preferido, mientras encendía el televisor, para disfrutar de su animado preferido, llamado “El hombre espacial”, en tanto comenzó a mecerse rápidamente. De pronto, para su sorpresa, frente a sus ojos apareció un enorme tren de color rojo, cuyo conductor era un conejo con traje y reloj enanos.
—¡Móntate, muchacha! —le dijo el conejo.
Al decir esto salió el genio de Aladino y vistió a Laura como una de esas princesas que hay en los cuentos. El tren entró por un portal y al atravesarlo, a la niña le pareció como si volara entre nubes; vio todo oscuro y con un montón de estrellas. Sintió muchos calambres y miró con gran temor hacia abajo. Entonces exclamó:
—¡Estoy en el cosmos!
Para mayor asombro de la niña, a su lado se sentó un guía turístico, digo, un guía espacial, que dijo llamarse Peter Pan, quien a Laura le explicó:
—Mira, esas constelaciones se llaman Escorpión, Osa Mayor, Osa Menor, Arquero y aquella, la más brillante, lleva el nombre de Laura Valentina.
—¡¿Qué?!
—¡Sí, esa se llama así en tu honor, y por si no lo sabes, aquí eres la reina del cosmos!
Pasó el tiempo y continuaron paseando por el espacio, hasta que se detuvieron en Marte, donde los marcianos la recibieron con un extravagante saludo. Entonces, la muchacha preguntó:
—¿Qué día es hoy?
Los extraterrestres le cantaron:
—Domingo, lunes, martes, laura, miércoles, jueves, viernes y sábado.
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Por Orlando V. Pérez
A Mariam, mi nieta más pequeña.
Tenía lista la bolsa donde los echaría. Nadie lo estaba observando, y ellos estaban solos en ese momento, acurrucados en el piso, sin la protección de la madre, que de seguro había salido a estirar los músculos, le dio por pensar. Eran muchos, cada vez más barrigas a llenar, y la comida… cada vez más escasa, le dio por pensar.
Lanzarlos en el fondo de la bolsa y salir a caminar entre viejos trillos, boscajes, arroyos, cañadas, en busca de un lugar donde botarlos, era su decisión. Con buena suerte, tal vez cerca de alguna casa, se decía.
Hasta que se le dio la oportunidad esa madrugada casi fría. Los fue tomando por el lomo uno a uno, apretándoles la boca para que no pudieran chillar, y aunque se lograban defender con sus garras y sus dientes como navajitas, apenas si le hacían algún rasguño en la poderosa mano. Removió la bolsa y fueron cayendo uno tras otro en el fondo sin remedio. Pero, de pronto, se le apareció la niña caminando a paso lento hacia él. No le quedó más remedio que estrujar la bolsa, y los pudo silenciar.
—¿Qué haces tú levantada a esta hora?
—Son preciosos, ¿verdad?
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Por Abel Guerrero
Parece usted muy contento
cuando toca el instrumento
de su orquesta.
Mas, su tonta melodía
desafinada y vacía
me molesta.
De Papá, me compras un mar. De Ediciones UNEAC. Colección Sur, 2015. (N. del E.).
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Por Maritza González
El viento de la tarde corrió las nubes y el sol bañó de luz toda la tierra. Un campesino que cabalgaba por el trillo, de repente la vio en lo alto de una rama y gritó: “¡Solavaya!” La señora contestó con un graznido ensordecedor, pues odiaba esa palabra.
La naturaleza le había regalado la noche para que gobernara en ella, y ésta la acogió en su reino. Le enseñó los secretos de la luna en su andar, pero nada de ese mundo de astros y centinelas le atraía.
Había visto tantas veces a las palomas jugando con los niños allá en el patio de los Vega, y salir en bandadas al amanecer hacia los cuatro puntos cardinales, que imaginarse envuelta en aquella aventura le agitó como remolinos las plumas de las alas.
Dejó de meditar y salió disparada rumbo al palomar de los Denis; al llegar, se posó en una rama cercana a la entrada de la casita. Allí estaban reunidas las madres con sus pichones, que al verla se fueron a proteger a los más pequeños; a su encuentro salió una paloma color esmeralda sosteniéndose en un bastón; un pañuelo de óvalo le cubría la cabeza. Con la voz apagada, le dio los buenos días y le pregunto:
–¿Qué le trae por aquí, señora?
Ella, inflando el pecho, se llenó de valor y le contestó:
–¡Abuela paloma, necesito ayuda!
Al escuchar esto, las más jóvenes dijeron al unísono:
–!Cuidado, abuela! No se puede confiar en una desconocida.
Y un palomo de plumaje tornasol y ojos color de fuego, tomó la palabra y dijo:
–Escuchemos a la recién llegada.
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Por Rogelio Leal
Mari Lope, Mari Lope
es la flor de la amistad.
Jean, pirata de corsarios,
la quería desposar:
—Mari Lope, serán tuyos
mis tesoro de la mar.
—Guarda, guarda los regalos,
tus palabras son de sal;
que no cambio yo mi patria
por tu cofre y tu bregar.
Esta noche los cocuyos,
desde el sueño de coral,
fueron lobos marineros
a robarla para Jean.
Y en la playa, Mary Lope
¡el prodigio de contar!
se volvió una planta humilde
y no pudo la maldad.
Mari Lope, Mari Lope
es la flor de mi ciudad:
hojiverdes las sandalias
y la bata de azafrán.
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Por Analía Romero
En la ciudad de Machu Picchu nacieron dos hermanas, hijas de Evelyn y Yandel. Las niñas se llamaban Ana y Lía. Su padre era un empresario exitoso, mitad humano, mitad demonio; mientras que su madre, un ángel celestial que vino a la Tierra con la misión de evitar el maltrato animal. Las chicas eran productos de un amor prohibido, porque a los demonios y a los ángeles no les tenían permitido juntarse. Evelyn y Yandel decidieron separarse, aunque su amor seguía ardiendo al nacer las bebés, porque temían que las chicas fueran destinadas a cumplir la profecía de que si continuaban juntas en el trayecto entre los catorce y quince años de edad, iban a desatar el caos total entre el infierno y el cielo. El padre decidió llevarse a Lía para criarla, y la madre se llevó a Ana con ella.
Las hermanas coincidieron casualmente en un evento donde dos escuelas secundarias básicas participaban en una feria que duraba una semana, unos meses antes de que ambas cumplieran sus quince años de edad. Su cumpleaños era el veinticinco de noviembre y ya estaban en septiembre. Entonces, al verse en el evento escolar, experimentaron una extraña sensación. Al concluir la conferencia, cada una de las dos chicas regresó a sus casa…
Cuando Ana llegó a su hogar, de inmediato, desesperada y confusa, le dijo a su madre:
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Sobre penachos de espuma
los veo llegar:
son unos duendes traviesos,
duendes de mar.
Torbellinos en burbujas,
fino coral,
que asaltan como piratas
el arenal.
Con la prisa de las olas
los veo marchar.
Dentro de la azul botella…
¿a dónde irán?
Con este poema la autora obtuvo Premio en poesía infantil en el Concurso Nacional “Benigno Rodríguez” 2024, Los Arabos, Matanzas. (N. del E.)
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Por Taymí Blanco
La noche despliega
su manto
sobre el mar,
al son de las caracolas.
Las estrellas titilan,
encienden la tempestad,
con plasmas de destellos.
El viento aúlla,
la luna ríe,
ambos danzan sobre las crestas,
al son de las caracolas.
Al son, son,
dos que juegan,
dos y tres.
Caracol, mar y ola,
al ritmo de tus pies.
Se acurruca luego el mar,
entre la bruma bordada,
y sueña con amanecer
al son de la caracola.
Caracol, mar y ola,
al ritmo de tus pies.
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Por María Herrera
Sobre la rama de un cerezo se mecía Olivio. Trataba de dormir luego de un sabroso almuerzo. Pero, aunque cerraba sus ojos, no podía dormir: estaba dolorido, lloraba y lloraba y con sus pies se tocaba la panza y repetía:
—¡Ay, mamita! Me duele la pancita. Ay, patitas, acaricien mi barriguita, culpa tienen las cerezas fresquitas que me llenan de a poquito, ¡Ay, mamita mía! Dame masajitos, es que comí mucho y me siento como un globito.
Repetía tratando de dormir, luego que comió y no convidó; pero, de pronto, un viento dulce que olía a cerezas lo perfumó y Olivio se alborotó.
Despacio muy despacio se fue caminando para subir a otra rama y Verdecita, su amiga bien formada, hermosa, mientras lo miraba fijo:
— Mece y mece, ramita, mece que ahí viene Olivio, el glotón. No lo dejemos subir. Si él no se cuida, nosotros lo haremos, y así, ya no le dolerá la barriga —dijo Verdecita, en lenguaje de señas con sus manos grandes, que se encontraba junto a Níac Tité, quien leía un libro sosteniéndolo con la boca.
—No seas gruñona, amiga —dijo Olivio apenas.
—Recuéstate, que yo te haré masajes —dijo Verdecita moviendo sus dedos.
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Por Pepe Sánchez
A Náthaly Rossi, mi nieta.
Y que ya nadie se asombre
de que la noche y el día
se fundan, y algarabía
sea el sonido de un nombre.
Ni que la vida se alfombre
con los ojos de mi nieta.
Náthaly, deja en la grieta
del amor su canto y verso,
que para cruzar lo adverso
tendrá la luz del poeta.
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