Por Pepe Sánchez


          A Náthaly Rossi, mi nieta
.

 

Y que ya nadie se asombre
de que la noche y el día
se fundan, y algarabía
sea el sonido de un nombre.
Ni que la vida se alfombre
con los ojos de mi nieta.
Náthaly, deja en la grieta
del amor su canto y verso,
que para cruzar lo adverso
tendrá la luz del poeta.

Por Abel Guerrero

 

Parece usted muy contento
cuando toca el instrumento
de su orquesta.

Mas, su tonta melodía
desafinada y vacía
me molesta.

 

De Papá, me compras un mar. De Ediciones UNEAC. Colección Sur, 2015. (N. del E.).

 

 

Por Jesús Ariel Gil Vázquez


En un avión dirigido hacia Australia iban tres jóvenes: Joel, Enrique y Diego, listos para asistir a un evento deportivo para el cual habían sido seleccionados.
     —¿No te parece increíble que siendo amigos desde niños nos hayan seleccionado a los tres? —dijo Joel.
     —Es que siempre hemos entrenado juntos y desde muy pequeños nos hemos apoyado —respondió Diego.
     —Ustedes fueron una inspiración para mí, siempre he sido el más débil, les agradezco el apoyo —agregó Enrique.
     Todo iba muy bien, hasta que de pronto se escuchó por el audio que los pasajeros debían colocarse el cinturón de seguridad, porque se estaba cerca de ocurrir una emergencia.
      —¿Qué habrá pasado? —preguntó Enrique.
     —Hay que estar tranquilos. — le respondió Joel para calmarlo.
     —Ajústense bien el cinturón y sigan todas las instrucciones. — les recomendó Diego.
     —Hay que mantener la calma —sugirió Enrique.
     Todo fue muy rápido. Explotó una turbina y el avión cayó en una montaña cubierta de nieve. Los cuerpos de los pasajeros cayeron por el suelo en medio de los árboles y entre las llamas. Los tres jóvenes deportistas lograron sobrevivir con varias quemaduras y golpes. Trataron de ayudar a otras personas, pero fue imposible: todos estaban muertos.

Por Orlando V. Pérez


        A Mariam, mi nieta más pequeña.


Tenía lista  la bolsa donde los echaría. Nadie lo estaba observando, y ellos estaban solos en ese momento, acurrucados en el piso, sin la protección de la madre, que de seguro había salido a estirar los músculos, le dio por pensar.  Eran muchos, cada vez más barrigas a llenar, y la comida… cada vez más escasa, le dio por pensar.
     Lanzarlos en el fondo de la bolsa y salir a caminar entre viejos trillos, boscajes, arroyos, cañadas, en busca de un lugar donde botarlos, era su decisión. Con buena suerte, tal vez cerca de alguna casa, se decía.
     Hasta que se le dio la oportunidad esa madrugada casi fría. Los fue tomando por el lomo uno a uno, apretándoles la boca para que no pudieran chillar, y aunque se lograban defender con sus garras y sus dientes como navajitas, apenas si le hacían algún rasguño en la poderosa mano. Removió la bolsa y fueron cayendo uno tras otro en el fondo sin remedio. Pero, de pronto, se le apareció la niña caminando a paso lento hacia él. No le quedó más remedio que estrujar la bolsa, y los pudo silenciar.
     —¿Qué haces tú levantada a esta hora?
     —Son preciosos, ¿verdad?

Por Analía Romero

 

En la ciudad de Machu Picchu nacieron dos hermanas, hijas de Evelyn y Yandel. Las niñas se llamaban Ana y Lía. Su padre era un empresario exitoso, mitad humano, mitad demonio; mientras que su madre, un ángel celestial que vino a la Tierra con la misión de evitar el maltrato animal. Las chicas eran productos de un amor prohibido, porque a los demonios y a los ángeles no les tenían permitido juntarse. Evelyn y Yandel decidieron separarse, aunque su amor seguía ardiendo al nacer las bebés, porque temían que las chicas fueran destinadas a cumplir la profecía de que si continuaban juntas en el trayecto entre los catorce y quince años de edad, iban a desatar el caos total entre el infierno y el cielo. El padre decidió llevarse a Lía para criarla, y la madre se llevó a Ana con ella.
     Las hermanas coincidieron casualmente en un evento donde dos escuelas secundarias básicas participaban en una feria que duraba una semana, unos meses antes de que ambas cumplieran sus quince años de edad. Su cumpleaños era el veinticinco de noviembre y ya estaban en septiembre. Entonces, al verse en el evento escolar, experimentaron una extraña sensación. Al concluir la conferencia, cada una de las dos chicas regresó a sus casa…
     Cuando Ana llegó a su hogar, de inmediato, desesperada y confusa, le dijo a su madre:

Por Maritza González

 

Bajo la sombra de una yamagua la abuela  lechuza tejía una manta para sus nietos, mientras la brisa primaveral con fragancia de flores de mango  hicieron sumirla  en un sueño. Las agujas ensartadas en los estambres cayeron a sus pies y las madejas se esparcieron por el suelo. Pasadas algunas horas, la abuela se despertó por las carcajadas de los pichones y quiso retomar el tejido. Siguió el curso del hilo hasta al final, pero para su asombro, dos bolas saltarinas de pluma y estambre le salieron al paso.  Cuatro ojos redondos delataban a los polluelos, enmarañados dentro de los ovillos. 
     —¡Son ustedes unos insensibles! —gritó molesta—. ¿Acaso no saben que las abuelas son como las raíces de los árboles? Su experiencia es el sostén de la familia y por eso merecemos respeto.
     Preocupada, se fue a casa del cabrerito de la ciénaga, muy querido por los animales del monte por su sabiduría.
     —Buenos días, señor —dijo la abuela mientras tocaba en el tronco de la guásima.
     —Buenos días, ¿qué la trae por aquí, con esas alas salpicadas de rocío?

Por Rogelio Leal

 

Mari Lope, Mari Lope
es la flor de la amistad.
Jean, pirata de corsarios,
la quería desposar:
—Mari Lope, serán tuyos
mis tesoro de la mar.
—Guarda, guarda los regalos,
tus palabras son de sal;
que no cambio yo mi patria
por tu cofre y tu bregar.
Esta noche los cocuyos,
desde el sueño de coral,
fueron lobos marineros
a robarla para Jean.
Y en la playa, Mary Lope
¡el prodigio de contar!
se volvió una planta humilde
y no pudo la maldad.
Mari Lope, Mari Lope
es la flor de mi ciudad:
hojiverdes las sandalias
y la bata de azafrán.

Por María Herrera

 

Sobre la rama de un cerezo se mecía Olivio. Trataba de dormir luego de un sabroso almuerzo. Pero, aunque cerraba sus ojos, no podía dormir: estaba dolorido, lloraba y lloraba y con sus pies se tocaba la panza y repetía:
     —¡Ay, mamita! Me duele la pancita. Ay, patitas, acaricien mi barriguita, culpa tienen las cerezas fresquitas que me llenan de a poquito, ¡Ay, mamita mía! Dame masajitos, es que comí mucho y me siento como  un globito.
     Repetía tratando de dormir, luego que comió y no convidó;  pero, de pronto, un viento dulce que olía a cerezas lo perfumó y Olivio se alborotó.
     Despacio muy despacio se fue caminando para subir a otra rama y Verdecita, su amiga bien formada, hermosa, mientras lo miraba fijo:
     — Mece y mece, ramita, mece que ahí viene Olivio, el glotón. No lo dejemos subir. Si él no se cuida,  nosotros lo haremos, y así, ya no le dolerá la barriga  —dijo Verdecita, en lenguaje de señas con sus manos grandes, que se encontraba junto a Níac Tité, quien leía un libro sosteniéndolo con la boca.
     —No seas gruñona, amiga  —dijo Olivio apenas.
    —Recuéstate, que yo te haré masajes —dijo Verdecita moviendo sus dedos.

Por Maritza González

 

Bajo el silencio de las estrellas los dos niños caminaban temerosos rumbo a la tabaquería El Coloso. Atravesaron la loma de Ramona la viuda, con la esperanza de embriagarse con el aire perfumado a galán de noche que invadía el lugar. Querían atraparlo para aliviar las nauseas que les provocaba el olor a tabaco de aquella casona, donde sueños y horas de juego quedaban truncos frente a la mesa de despalillo. ¿Qué quimera no se desvanecería ante la presencia de la montaña de hojas pardas que se alzaba ante sus ojos? La suerte de los niños pobres merced del azar; por eso varias veces Romelia y Ángel escucharon el repiqueteo de las chavetas sobre las mesas, siempre que el lector hablaba del ahora general. “¿Qué pasará?”, preguntaba Ángel a su hermana con la natural incertidumbre que provoca todo lo desconocido. Ella no tuvo respuesta: solo contaba con diez años.

Por Taymí Blanco

 

La noche despliega
su manto
sobre el mar,
al son de las caracolas.
Las estrellas titilan,
encienden la tempestad,
con plasmas de destellos.
El viento aúlla,
la luna ríe,
ambos danzan sobre las crestas,
al son de las caracolas.
Al son, son,
dos que juegan,
dos y  tres.
Caracol, mar y ola,
al ritmo de tus pies.
Se acurruca luego el mar,
entre la bruma bordada,
y sueña con amanecer
al son de la caracola.
Caracol, mar y ola,
al ritmo de tus pies.