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Por Nicolás Águila
“No soy un ateniense, ni un griego, sino un ciudadano del mundo”, dijo Sócrates antes de empinarse la cicuta. O eso dicen que dijo. El filósofo de la mayéutica oral no nos dejó nada escrito, y fue Platón quien se encargó de ponérselo en blanco y negro.
Solo que el mundo de Sócrates no era más que un pañuelo y se limitaba al Mediterráneo helénico o helenizado. El resto eran tierras habitadas por tribus bárbaras ajenas a la civilización. Su universo era realmente un kleenex.
Lo cual no quita que la frase tan redicha del primer gran filósofo de la antigua Grecia, por su cómoda rotundidad, les haya servido de eslogan y banderín de enganche a los cosmopolitas del turismo de llega y vira, incluyendo a muchos de mis paisanos que posan de taínos con levita o se las dan de siboneyes sin fronteras.
Pero óyeme bien, my little Indian boy: no basta con afirmar, desde la suficiencia socrática, que no eres cubano ni habanero, villareño o camagüeyano, sino todo un ciudadano del mundo, en la onda poscubana y postalita. Pues eso de ser cosmopolita y universal suena un tanto pretencioso y al final se queda en el provinciano trotamundos que va soltando los ariques por el camino real.
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Por Elsie Carbó
Ahora que están perdidas, no puedo evitarlo. Los recuerdos nunca caerán al suelo. Siempre que veo una mata de naranjas pienso en los naranjales de mi casa. De la pequeña finca, amada y entrañable, conocida en el pueblo como la quinta de Carbó, más o menos una caballería y tres cuartos de tierras dedicadas a cultivar variedades de cítricos, lo que vendrían a ser en las medidas actuales unos 33 acres y un poco más, sembradas de una variedad que mi padre llamó Valencia Temprana, porque brillaba bajo el sol como bañada en oro por las tardes, o si lo prefieres, 134,202,38 m² de Valencia Tardía, otra variedad pero que venía sin semillas y con el jugo más dulce del mundo, injertadas con yemas rutilantes para cambiarles la función reproductiva, como esas vacas que inseminan para que den más leche o carne, según el comerciante que las elija.
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Éxtasis de medio mundo
que me abandona
o yo escapo.
Me canso de cada paso
que camino
y no me encuentro.
Será que es sombra
mi cuerpo.
Llevo el duelo
en mi locura
porque se muere mi luna,
la luna en que me disuelvo.
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Por Magaly Ojeda
Volví al lugar donde
una vez tuve una cama,
una mesa y mis ropas
colgadas en un armario.
Me senté en el sillón
que guarda casi todo
el cansancio de mis días.
Las paredes tienen la memoria
desolada. Un gato negro
me invita
a recorrer la casa.
Todos duermen a deshoras.
Mi buen vecino se envejece
entre la santa envidia
y el orgullo
de tener un carro,
cuatro neuronas oportunistas
y tres metros de tierra
esperando.
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Una ráfaga
toca a tu ventana
con las pequeñas flores
de tu bordado;
eran azules
para abrir
la noche
bajo el colchón,
y despertar recuerdos.
Sobre tu cabeza
revoleteaban
mil mariposas
tras la luz
colgada de la reja.
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Por Silvia Valdés
Cuando cantan los gitanos,
las voces suelen crecer
en panales escarlatas
donde calientan la miel
para brotar por los labios
como vino de jerez
y el cante con las guitarras
les va saciando la sed.
Cuando bailan los gitanos,
se oye mágico tropel,
pues los corazones quieren
salir a bailar también
el flamenco. Qué pasiones
les va creciendo en la piel
si levantan las hogueras
con la leña de sus pies.
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Un inútil combate de palabras
no debilita razones,
juzgarlas reduce la verdad.
Al mirar hacia la nada
hallo relaciones hipócritas,
y la espera de mi quietud
borra una luz y pregunta en lo oscuro
al notar el pálido odio de sonrisas…
Calla el bullicio de la noche,
el silencio del día murmura:
por cruzadas paredes
asoma el triunfo
y pone a andar la piel de sus alas.
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Por Nélida Puerto
Qué importa que mi vida se estacione
y cabalgue mi huella a tu latido.
He de ser el silencio que ha partido,
tal vez la golondrina que se impone
al polvo, conociendo quién dispone
de este abismo igualado a la alegría.
¿Volverán tus abrazos sin porfía?
¿Gozaré tu regreso y tus cabellos
traerán luz, serpenteando sus destellos
desafiantes? ¿Serás una utopía?
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Por Orlando V. Pérez
Santa madre, tu ternura
calentaba mis dos manos
y tus acentos tempranos
pronto ataban mi locura.
Hoy la senda es grieta, y dura:
se hizo noche la alegría
sin tu mano, que zurcía
pronto cualquier desgarrón
y frenaba el aluvión
hasta hacerme luz el día.
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Por Nicolás Águila
Siempre viene bien el consejo de Vinícius de Moraes sobre el amor en la pareja. Aquel par de versos de corte paradójico con que remata su 'Soneto de la fidelidad': “Que no sea inmortal puesto que es llama / mas que sea infinito mientras dure”. El poeta brasileño –más conocido como autor de la letra de “La chica de Ipanema”— se refería, obviamente, a la pasión que se desboca cuando se le van los frenos de la razón, y no tanto a la relación matrimonial, más madura y estable pero no siempre igual de apasionada. Vinícius era consciente de la fugacidad de la dicha y apostaba al aquí y ahora, al carpe diem del que sabe que la felicidad viene con fecha de vencimiento y apenas se reduce a esos instantes fugaces eternizados en su breve intensidad irrepetible.
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