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A veces soy una liebre
De asustada prontitud.
A veces soy la quietud
Desmedida del orfebre.
A veces soy el pesebre
Dormido en la soledad.
A veces soy dualidad
De un extraño movimiento,
Duende que camina lento
A toda velocidad.
A veces soy un sendero
Para el hambre del zapato.
A veces soy el retrato
Minúsculo del lindero.
A veces, al sol espero
Con tanta urgencia de luna.
A veces soy la aceituna
Que da el alivio al licor.
A veces soy el pastor
Que reza frente a la cuna.
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Por Reinaldo Ventura Gálvez Rodríguez
Llevas varias noches acechando la casa, horas, y más horas de vigilancia desde la oscuridad de un solitario parque a donde nadie viene. Un indefenso parque con los asientos rotos, y la hierba creciendo sin que a nadie le importe cortarla.
El edificio donde vive E, se recorta contra el cielo de la noche como una especie de torre inclinada, cual una sombra deformada que adquiere una configuración vagamente expresionista.
En el segundo piso las ventanas del apartamento de E, están iluminadas, y a cada rato la vez moviéndose, de la cocina al comedor, del comedor a la sala, y viceversa. E vive sola. Lo sabes desde la noche en que la viste por primera vez y decidiste seguirla. Ahora los ómnibus son tus cotos de caza. El olor que despide su trigueño cuerpo, su caminar despacio te sirvió de faro y guía.
La viste descender en aquella solitaria parada, y luego cruzar la Avenida. Cinco cuadras caminaste siguiendo sus pasos, luego torciste a la derecha para verla cruzar el puente metálico que separa los dos repartos. Abajo las oscuras y pútridas aguas del riachuelo parecen perderse en la violenta curva donde los matorrales. Y hasta seguro te imaginaste que era un magnifico sitio para esconder un cuerpo humano.
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Por Olga L. Martínez
De una tarde cuando llueve
Luis Gómez
De una tarde cuando llueve
gotea el mar, salta un pez
sin escamas: desnudez
del tiempo maltrecho y breve.
Es que el río no se atreve
a profanar sus orillas;
ni germinan las semillas
donde es estéril la tierra:
una mujer abre y cierra
al azar sus escotillas.
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Por Yans González García
distante de lo que puede ser
dibuja en su cabeza
las viejas caras de familia
así existe
así vuelve a ser un niño,
y no olvida que soy
el que miró su rostro
simulando las caras extraviadas
entre dudas, reproches
devela las imágenes
juega con el universo
enclavado en sus entrañas
ya no es aquel
que juega con la infancia
con los viejos reproches
colgados en esa camisa
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(Lotte tiene los ojos azules)
Estás herida por las hojas, por las ramas que caen.
Estás herida por los brazos ásperos del bosque
que el caballero no ha de apartar para llegar hasta tu sueño.
Estás herida por flores de papel, por rostros extraños,
por gestos, por sonrisas, por muecas sonámbulas.
Estás herida por una ciudad nocturna y por los pasos de sus hombres ebrios.
Estás herida por los doctores, por la sagrada familia, por los pastores y los ángeles.
Estás herida por los niños, por los hermanitos,
Por la mano inocente que apenas sabe empuñar un lápiz,
por las abejas, por las mariposas, por los cansados gatos.
Estás herida por las risas que suenan en tus sueños
mientras caes por un canasto sin fondo al mundo de Alicia.
No dormida: soñando. Soñando sueños espinosos y ásperos como ramas.
Caminando por las calles imposibles de una ciudad nevada.
Abriendo en el libro un pozo, hallando en el pozo el mar, buscando en el mar la perla.
Como un lemming pisando tierras nómadas. (Los lagos se han helado, tienes frío.)
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Por Lucio Pérez
He de apoderarme del tiempo con el tiempo
en esta danza inédita,
extraña enunciación de los cuerpos.
La vida puede que esté en muchas partes;
la mía comienza cuando la mañana
huele a desnudez tras la partida,
cuando rehago el nido
y me crecen estrellas en la carne,
cuando me resisto a perder un sueño
nunca abandonado.
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En arrebol, cuesta arriba
pido a Dios por un
milagro
y en el acto me
consagro,
viejo barco a la deriva.
El mar me entrega
violetas
figuras de sal,
siluetas
los peces en su rumor
por escamas, llevan flor
entre las altas
goletas.
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Por Rafael Alcides
enfermo de ser un orador con la boca cosida,
un violín prisionero en un estuche
cuya llave tiraron al océano desde un avión,
enfermo de ser un pájaro al que le fue prohibido cantar y volar,
enfermo de ser y no ser:
la mitad de mi vida condenada al silencio,
la otra mitad también.
Tanto he callado, Señor, que ya empiezo a parecer un cementerio.
Tú que amas lo sonoro y te encantas con el jazz y la rumba
y le encargaste a Vivaldi la música del amanecer
y recitas y lees en la alegría y en la angustia
y te sabes las claves de todos los cifrados,
sin esfuerzo comprenderás
esta carta que con el viento te envío.
Y lo que es peor, Señor: temo acostumbrarme,
temo terminar siendo una losa, un barrote,
una piedra, oh Dios, alguien que por no hacer ruido
ni a pensar se atrevería.
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Si digo que mi padre vive en mi memoria
Estaría aceptando que es cosa del pasado
Que pertenece a un tiempo que es historia
A lo que ya no está, temblor nevado.
Yo prefiero decir que en la ilusoria
Visión de mi padre renovado,
Está su material ejecutoria
Y el espíritu vivo de su camino andado.
Mas no es ilusión, pues yo presumo
Que ahora está dando vueltas a mi lado
Conduciendo mis pasos con buen tino.
No en forma de fantasma ni de humo
Ni como aparecido ni como duende alado,
Sino como un hermano que me muestra el camino.
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Por Daniel Martínez Rodríguez
Todavía no había escrito su primer relato. Como no podía permitirse el lujo de extender la espera se sentó a la mesa y buscó inspiración. Nada mejor para despertar a las musas que otear sobre el horizonte de su librero y apreciar los estantes donde destacaban varios clásicos. Imaginó si alguno de los grandes escritores de la historia estuvo en su posición alguna vez. Buscaba su obra maestra, necesitaba esculpirla a golpes de tinta o teclas, daba igual. Se imponía comenzar, fue entonces que descubrió que temía iniciar el camino que soñaba. Respiró e imaginó la devastadora crítica insultándolo por la sarta de sinsentidos que zurció. Le irritaban semejantes tormentas y pensó que eran las efusiones de su cerebro trastornado. Bostezó y decidió renunciar a las dudas.
No le interesaba en absoluto lo que pensara el mundo artístico o literario sobre él. Había decidido darle la espalda al pensar de los críticos, confortado por recuerdos de la infancia, cuando sacó a la luz un poema que hizo que sus amigos comenzaran a profesarle cierta admiración. Se acomodó en la silla que acompañaba el escritorio y, tras los primeros teclazos de lo que imaginaba sería su manifiesto artístico, se apreció escribiendo con una claridad y precisión que percibió como óleos de contornos definidos y vivos colores.
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