Por Daniel Martínez Rodríguez

 

Todavía no había escrito su primer relato. Como no podía permitirse el lujo  de extender la espera se sentó a la mesa y buscó inspiración. Nada mejor   para despertar a las musas que otear sobre el horizonte de su librero y apreciar los estantes donde destacaban varios clásicos. Imaginó si alguno de los grandes escritores de la historia estuvo en su posición alguna vez. Buscaba su obra maestra, necesitaba   esculpirla     a golpes de tinta o teclas, daba igual.   Se imponía     comenzar,   fue entonces   que descubrió que temía iniciar el camino que soñaba. Respiró e imaginó la devastadora crítica insultándolo por la sarta de sinsentidos que zurció. Le irritaban semejantes tormentas y pensó que eran las efusiones de su cerebro trastornado. Bostezó y decidió renunciar a las dudas.
     No le interesaba en absoluto lo que pensara el mundo artístico o literario sobre él. Había decidido darle la espalda al pensar de los críticos,   confortado por recuerdos de la  infancia,   cuando    sacó a   la luz   un   poema que    hizo que sus amigos comenzaran a profesarle cierta admiración. Se acomodó en la silla que acompañaba el escritorio y, tras los primeros   teclazos de lo que   imaginaba    sería su   manifiesto   artístico, se apreció escribiendo   con   una   claridad y   precisión   que percibió   como  óleos  de  contornos definidos y vivos colores.

El asunto iba bien; desterrados sus enemigos ficticios, comenzaba a diseñar su obra de claridad y    atención a los   detalles.   A la sombra de su inspiración se ocultaba    la eterna   sombra   que refuta y embellece las formas; catálogo donde se aprecian  imaginariamente bellas   visiones que contradicen y aplauden faenas repletas de sentidos mitológicos. Tamaño  pensamiento le obligó a continuar  tecleando; por encima de    todo, lo    realmente    clave en su misión   era   lograr    una detallada claridad de esas visiones que le inspiraban. Entonces  volvió a    detener su trabajo. Se interrogó si un espíritu y una visión creativa eran un soplo de algo que   filosóficamente no tenía explicación. Imaginó si ambos no estaban minuciosamente  acoplados más allá de lo que la naturaleza humana podría explicar. Sonrió ante tan  profunda espiritualidad y volvió a percutir sobre el teclado trazando contornos fuertes. Se alegró y respondió mentalmente que ante semejante arranque de inspiración no existiría juicio final para su obra; bella escritura forjada con rotundidad y convicción. Vino a su mente una  máxima de uno de los centenares de libros que robustecían su estante. El conocimiento    general es remoto; la sabiduría consiste en los   detalles, y la   felicidad    también. La palabra felicidad le obligó a detenerse, ¿no sería una de las claves para estimular su faena? Esta vez el estancamiento creativo le llevó a esgrimir la teoría de que todo triunfo está en los detalles. Ejemplos existían cientos, el arte se creaba   a partir  de ellos,  también el amor. Comprendió que el éxito se alcanzaba    mediante  pinceladas,   que   pueden estar vivas como si fueran humanas. Tomó otro impulso y el tecleo fue más intenso y reparador.
     Cada palabra que   tallaba era    estudiada, toda frase que   concluía   era línea pincelada. Fue un trance feliz de creación    ajeno al    sufrimiento     que antes   lo había azotado. Se sentía una avalancha inspiradora; semejante talento desbordado le   imaginó ser capaz de elevar la conciencia humana a través de su vívida obra. El ascenso había sido cruel desde su hasta entonces titubeante naturaleza. Ya no temía, tecleaba sin  parar y se veía autor de poemas líricos y libros proféticos. Entre tanto brío creativo,  una señal de su cuerpo le hizo detenerse.   Tamaña   impertinencia   se   la    haría   pagar cara a su organismo; entonces decidió desterrar sus manos del teclado y levantarse del asiento. La idea original era marchar a la cocina y tomar algún refrigerio que le sirviera de combustible para extender   su  construcción  literaria. Sin embargo, el llamado de la naturaleza le hizo hacer escala en el baño. Antes de salir decidió aclarar algo más sus fructíferas ideas, rociándose agua sobre la cabeza y el rostro. Tomó la toalla y tras secarse se miró al espejo. La escena le estremeció: las arrugas que enmarcaban sus  ojos y piel recordaban la dureza de una existencia de privaciones. En la expresión tosca y arisca que definía su rostro áspero se leían décadas de frustración. Comprendió entonces que lo que estaba labrando sobre el teclado le había devorado casi toda la vida.

 

Con este cuento este autor habanero obtuvo Mención en el género de Cuento para Adultos en el Concurso Literario Nacional “Benigno Rodríguez” (Los Arabos, Matanzas, Cuba, 2024). (N. del E).