Por Olga L. Robaina

 

Llevaba días vigilando el rosal. En cuanto naciera la primera rosa, se la regalaría. Hacía mucho tiempo vivía en esa casa con jardín; sin embargo, nunca logró una flor así. Esa tarde por fin la vio. El botón parecía indefenso. Era tan pequeño, que prefirió esperar el amanecer. Apenas durmió pensando en lo feliz que ella se pondría con el regalo; así que bien temprano saltó de la cama y corrió en busca de su anhelo.
      Pero al llegar allí, no encontró el botón; no ya el botón, sino ni una sola hoja en toda la planta. Parecía que en ella se había instalado el otoño durante la noche.
     De pronto, miró fijamente al piso y las vio. Iban en fila india, como si la tierra fuera el mar y ellas, pequeños barcos de vela. Algunas parecía que llevaban sombrillas abiertas. Unas eran más grandes que otras, y se tocaban con las antenas al cruzarse entre sí. Siguió a aquellas bibijaguas con la vista y, mientras avanzaban, una línea dorada se iba marcando en el camino que llevaba al nido: un hueco de boca ancha, de donde salían muchas obreras con granos de tierra, se le apareció enfrente. Poco a poco, aquella hilera iba desapareciendo ante su vista con trozos de pétalos de lo que sería su primera rosa amarilla.
     Entonces, sacó el celular y tomó varias fotos. De seguro el día junto a su novia iba a ser inolvidable.