Por Jesús Ariel Gil Vázquez


En un avión dirigido hacia Australia iban tres jóvenes: Joel, Enrique y Diego, listos para asistir a un evento deportivo para el cual habían sido seleccionados.
     —¿No te parece increíble que siendo amigos desde niños nos hayan seleccionado a los tres? —dijo Joel.
     —Es que siempre hemos entrenado juntos y desde muy pequeños nos hemos apoyado —respondió Diego.
     —Ustedes fueron una inspiración para mí, siempre he sido el más débil, les agradezco el apoyo —agregó Enrique.
     Todo iba muy bien, hasta que de pronto se escuchó por el audio que los pasajeros debían colocarse el cinturón de seguridad, porque se estaba cerca de ocurrir una emergencia.
      —¿Qué habrá pasado? —preguntó Enrique.
     —Hay que estar tranquilos. — le respondió Joel para calmarlo.
     —Ajústense bien el cinturón y sigan todas las instrucciones. — les recomendó Diego.
     —Hay que mantener la calma —sugirió Enrique.
     Todo fue muy rápido. Explotó una turbina y el avión cayó en una montaña cubierta de nieve. Los cuerpos de los pasajeros cayeron por el suelo en medio de los árboles y entre las llamas. Los tres jóvenes deportistas lograron sobrevivir con varias quemaduras y golpes. Trataron de ayudar a otras personas, pero fue imposible: todos estaban muertos.

Por Elízabeth Álvarez

 

La Jutía Julia
se fue de rumbera
con traje de monte,
botones de fresa
y un gran girasol
lleva en la cabeza.

El sinsonte entona,
zumban las colmenas,
el zunzún aplaude
a ritmo de orquesta.

La Jutía Julia
mueve sus caderas
en su cadenciosa
y montuna fiesta.

 

 

Por Susej Niebla Santos

 

Dentro de una caracola
los misterios se resguardan
entre latidos azules
de un capitán de hojalata.

“Mi tesoro es para ti”,
dice una pequeña carta
que arrastrada por las olas
hasta la arena llegaba.

El amor vivió en el mar
durante siglos de barcas
donde todos los silencios
se convierten en guitarra.

Dentro de una caracola
el amor hizo su casa
entre las letras borrosas
de un capitán de hojalata.

Por Maritza González

 

Bajo la sombra de una yamagua la abuela  lechuza tejía una manta para sus nietos, mientras la brisa primaveral con fragancia de flores de mango  hicieron sumirla  en un sueño. Las agujas ensartadas en los estambres cayeron a sus pies y las madejas se esparcieron por el suelo. Pasadas algunas horas, la abuela se despertó por las carcajadas de los pichones y quiso retomar el tejido. Siguió el curso del hilo hasta al final, pero para su asombro, dos bolas saltarinas de pluma y estambre le salieron al paso.  Cuatro ojos redondos delataban a los polluelos, enmarañados dentro de los ovillos. 
     —¡Son ustedes unos insensibles! —gritó molesta—. ¿Acaso no saben que las abuelas son como las raíces de los árboles? Su experiencia es el sostén de la familia y por eso merecemos respeto.
     Preocupada, se fue a casa del cabrerito de la ciénaga, muy querido por los animales del monte por su sabiduría.
     —Buenos días, señor —dijo la abuela mientras tocaba en el tronco de la guásima.
     —Buenos días, ¿qué la trae por aquí, con esas alas salpicadas de rocío?

Por Orlando V. Pérez

 

Ponles más vista a los ojos
y descubre la pereza.
No dejes que la mentira
a tu nariz se parezca.
Mantén al gato y la zorra
bien lejos de la cosecha.
No des patadas al libro,
que el rebuzno se te cuela.
A don Grillo nunca lances
el martillo a la cabeza.
Ve en el Hada de este cuento
a la madre verdadera,
y en el hombre que me hizo
quien a ser bueno te enseña.
Búscate en el corazón
el muñeco de madera.

Por Iraldo Ramírez

 

                A Eliseo Diego: maestro


Pues alguien anda afuera. Aconteció a la hora de irnos a la cama. Miguelito y yo nos encontramos en el cuarto listos para dormir cuando sentimos que alguien caminaba en el jardín.
     —¿Quién anda ahí? —pregunté.
     —Quizás sea la brisa —dijo Migue.
     —No lo creo —respondí apenado por llevar la contraria.
     —¡Las amigas luciérnagas! —exclamó él.
     —Ellas ya duermen —afirme y añadí: —Además no hacen tanto ruido.
     Decididos llegamos hasta la ventana ¿Y cuál fue nuestra sorpresa? Cada cosa estaba en su lugar, en silencio. La luna como reina de la noche se pavoneaba haciéndose acompañar de cientos de miles de estrellas, quienes al vernos nos hicieron un guiño. Entonces, tomando la iniciativa. me adelanté para hablar.
     —Migue, por rápido que miramos si era alguien, ya no está.
     Regresamos al cuarto.
    Y pasados unos minutos, sentimos unos pasos con urgencia que se acercaban al cuarto. Me ericé desde las orejas hasta la cola. ¡Ustedes bien saben! Un gato con miedo siempre se eriza. ¡Un fantasma!, pensé. En ese instante Miguelito abrió un ojo y al verme hecho un manojo de nervio me dijo.

Por Maritza González

 

Bajo el silencio de las estrellas los dos niños caminaban temerosos rumbo a la tabaquería El Coloso. Atravesaron la loma de Ramona la viuda, con la esperanza de embriagarse con el aire perfumado a galán de noche que invadía el lugar. Querían atraparlo para aliviar las nauseas que les provocaba el olor a tabaco de aquella casona, donde sueños y horas de juego quedaban truncos frente a la mesa de despalillo. ¿Qué quimera no se desvanecería ante la presencia de la montaña de hojas pardas que se alzaba ante sus ojos? La suerte de los niños pobres merced del azar; por eso varias veces Romelia y Ángel escucharon el repiqueteo de las chavetas sobre las mesas, siempre que el lector hablaba del ahora general. “¿Qué pasará?”, preguntaba Ángel a su hermana con la natural incertidumbre que provoca todo lo desconocido. Ella no tuvo respuesta: solo contaba con diez años.

Por María F. Jorge

 

Tiene  cara de princesa
y zapatillas muy nuevas.
Con sus aretes dorados
es de mi  madre un regalo.

De trapo es  su corazón,
pero yo le doy amor.
Siempre ilumina mis sueños
como si fuera una estrella.

Sus cabellos de canela
siempre me dan rosquillita,
y son sus ojos azules
un cielo de nubes bellas.

Más que una linda muñeca,
tengo yo una compañera.

 

 

Por Eliseo F. Abreu

 

Papá es un héroe, por eso le dieron un viaje a la luna. Mamá lo anuncia con una sonrisa, pero yo la conozco y sus ojos dicen que estuvo llorando. Como cuando estuve a punto de caer de la escalera sobre los vidrios.
     —¿Qué diría tu padre si te encuentra herido? —dice muy seria—: ¿Qué le digo...? —me mira con ojos cariñosos e inmensamente azules. Pone su dedo en mi nariz para que preste atención—: Por favor, ya tengo un hombre en la guerra. No quiero perder a otro…
     Entonces recuerdo las botellas rotas, que había usado el tirapiedras como papá me había enseñado. Iba a estar muy orgulloso cuando se lo contara. Ya tengo diez años, cuando empiece el curso podré ir a la escuela de cadetes y ponerme mi uniforme nuevo. Seré un héroe y viajaré a la luna y me divertiré de lo lindo.
     Le guardé muchas frutas a papá estas vacaciones, para cuando venga de permiso, las he tenido que ir cambiando porque se pudren y no llega, hoy llevaré la que más le gusta. He pensado en un modo para dársela en la ceremonia. Un soldado siempre tiene un plan, y siempre sabe qué hacer; me diría con su voz ronca y firme.

Por Mariam Aguilar

 

Este es el cuento de la niña Infanta Mariana que tenía un amigo que se llamaba Mario Anastasio Memocubobo, hijo de un tal Mario Anastasio Memo y de una tal María Anastasia Cubobo, de la ciudad de Delosbobos, en la provincia de Tontilandia. Un día ese amigo se acercó a un lago donde había una culebra muy grande y la quiso matar con un palo, pero en eso llegó la niña Infanta Mariana y le dijo: “No la mates, pobrecita”, y el niño le respondió: “Sí, porque es muy fea”, y la niña le respondió: “Si a ti no te han matado por feo ni por tener unos nombrecitos tan raros, deja entonces que los demás vivan”. Arrepentido, el niño botó el palo y se abrazó a su amiga llorando.


Tomado del libro inédito Acuacuenta (N. del E.).