Por Orlando V. Pérez


        A Mariam, mi nieta más pequeña.


Tenía lista  la bolsa donde los echaría. Nadie lo estaba observando, y ellos estaban solos en ese momento, acurrucados en el piso, sin la protección de la madre, que de seguro había salido a estirar los músculos, le dio por pensar.  Eran muchos, cada vez más barrigas a llenar, y la comida… cada vez más escasa, le dio por pensar.
     Lanzarlos en el fondo de la bolsa y salir a caminar entre viejos trillos, boscajes, arroyos, cañadas, en busca de un lugar donde botarlos, era su decisión. Con buena suerte, tal vez cerca de alguna casa, se decía.
     Hasta que se le dio la oportunidad esa madrugada casi fría. Los fue tomando por el lomo uno a uno, apretándoles la boca para que no pudieran chillar, y aunque se lograban defender con sus garras y sus dientes como navajitas, apenas si le hacían algún rasguño en la poderosa mano. Removió la bolsa y fueron cayendo uno tras otro en el fondo sin remedio. Pero, de pronto, se le apareció la niña caminando a paso lento hacia él. No le quedó más remedio que estrujar la bolsa, y los pudo silenciar.
     —¿Qué haces tú levantada a esta hora?
     —Son preciosos, ¿verdad?

     —S…s…s…í, mi niña —le respondió, como encogido y sin fuerzas, casi en un susurro. Como se sintió descubierto, las manos le empezaron a sudar.
     —¿Tú los quieres?
     —Cl… aro, preciosa.
     Entonces, ella, dándose cuenta de la actitud retraída del abuelo, le dijo:
     —¿Qué te pasa, eh?
     —Nada, es que me siento un poco mal, he amanecido un poco acatarrado y…
     —Cuánto lo siento, pero mira… ¡Es que son tan bonitos, pequeñitos. ¿Verdad? 
     —Sí, mi amor.
     Hubo entonces un largo minuto de silencio, que fue interrumpido por la caída de un mango, que tronó sobre el techo de la terraza.
     —Ten cuidado para donde te mueves, que esos mangos son peligrosos. Si te cae uno en la cabeza, ay, Dios…
     Sin hacerle mucho caso a la advertencia, la niña se asomó a la puerta de la casita de desahogo. Vio que la cama que le había preparado estaba vacía, en tanto él apretaba cada vez con más fuerza la bolsa contra su espalda.
     —No se ven por todo eso. ¿Dónde se habrán metido, eh?
     —Ve y revisa por el frente de la casa, porque yo tampoco los veo por todo esto. A lo mejor la madre los cambió de puesto, con tanto entra y sale y tanto toca toca de tu parte.
     Moviendo con soltura el pelo, alborotado entre la nuca y los hombros, dio media vuelta y se dirigió con paso de bailarina hacia el portal.
     Cuando apenas se escuchaban los pasos quedos de la niña, él, con rápidos halones, los sacó de la bolsa, y con sumo cuidado, los colocó de nuevo en su lugar. Luego, con violencia, enrolló la bolsa y la lanzó en el latón de la basura. 


Tomado de la Antología: Regalo de abuelos. Editorial Voces de Hoy, Miami, Florida, EE.UU., 2020. (N. del E).