Por Maritza González

 

Bajo la sombra de una yamagua la abuela  lechuza tejía una manta para sus nietos, mientras la brisa primaveral con fragancia de flores de mango  hicieron sumirla  en un sueño. Las agujas ensartadas en los estambres cayeron a sus pies y las madejas se esparcieron por el suelo. Pasadas algunas horas, la abuela se despertó por las carcajadas de los pichones y quiso retomar el tejido. Siguió el curso del hilo hasta al final, pero para su asombro, dos bolas saltarinas de pluma y estambre le salieron al paso.  Cuatro ojos redondos delataban a los polluelos, enmarañados dentro de los ovillos. 
     —¡Son ustedes unos insensibles! —gritó molesta—. ¿Acaso no saben que las abuelas son como las raíces de los árboles? Su experiencia es el sostén de la familia y por eso merecemos respeto.
     Preocupada, se fue a casa del cabrerito de la ciénaga, muy querido por los animales del monte por su sabiduría.
     —Buenos días, señor —dijo la abuela mientras tocaba en el tronco de la guásima.
     —Buenos días, ¿qué la trae por aquí, con esas alas salpicadas de rocío?

     Con los ojos desmesurados, exclamó: 
     —Ay, amigo, necesito de su juicio para detener este mal que se expande como yerba mala por todo el monte. Los jóvenes de hoy tienen la costumbre de burlarse de los ancianos y de seleccionar a los amigos según el color del plumaje, el trino y la apariencia del nido.  
     —En mis tiempos de juventud mi madre me enseñó del encanto que cobra el vuelo de las auras cuando anuncian la lluvia, y de la gracia del  zarapico cuando camina sobre la arena buscando moluscos —contestó el cabrerito.
     Moviendo la cabeza con donaire, Abuela Lechuza le respondió:
     —Comenzaremos hoy mismo. Usted me dirá qué debo hacer.
     El cabrerito ensanchó el pecho y dijo:
     —La primera lección de fraternidad se dará en el justo momento que el pico asome por el cascaron. Se les pedirá a los padres que le dediquen más tiempo y compañía  en el vuelo de la vida, y colgaremos de los árboles carteles que digan: “Transformemos la Tierra en un lugar de paz y de armonía, donde prime el amor y  todos convivamos como hermanos”·
     La lechuza escuchó atentamente y sintió un gran alivio. Le dio las gracias y se elevó por encima de las nubes, rumbo a la tienda del pueblo.
     Y aquella tarde, cuando los animales del monte despertaron de la siesta, encontraron toda la arboleda cubierta de carteles.
     Tiempo después. en aquel bosque, floreció el amor. Ahora solo se ven bandadas de pájaros de todos colores, y  trinos que se elevan por los senderos del cielo.