Por Maritza González
Bajo el silencio de las estrellas los dos niños caminaban temerosos rumbo a la tabaquería El Coloso. Atravesaron la loma de Ramona la viuda, con la esperanza de embriagarse con el aire perfumado a galán de noche que invadía el lugar. Querían atraparlo para aliviar las nauseas que les provocaba el olor a tabaco de aquella casona, donde sueños y horas de juego quedaban truncos frente a la mesa de despalillo. ¿Qué quimera no se desvanecería ante la presencia de la montaña de hojas pardas que se alzaba ante sus ojos? La suerte de los niños pobres merced del azar; por eso varias veces Romelia y Ángel escucharon el repiqueteo de las chavetas sobre las mesas, siempre que el lector hablaba del ahora general. “¿Qué pasará?”, preguntaba Ángel a su hermana con la natural incertidumbre que provoca todo lo desconocido. Ella no tuvo respuesta: solo contaba con diez años.
Los días transcurrieron con la misma monotonía con que trenes viajan sobre raíles gastados por el tiempo; para ellos la vida tomaba nuevos matices cuando la voz del lector irrumpía en el local hablando de viejas leyendas de lejanos pueblos: si Viracocha era adorado por las civilizaciones incas como el Dios Sol, para que sus cosechas fueran abundantes, o en Grecia los griegos consultaban a Zeus, dios supremo del Olimpo, para ganar alguna batalla contra los romanos, o si los africanos le rendían culto a Olofi para alejar las enfermedades. “¿Cuál será el dios de los tabaqueros?”, se preguntaban los niños, y allá fueron al lector para que se lo revelara. Él se quedó mirándolos por un rato, y con voz emocionada les dijo:
—Hubo un hombre que amó mucho a los niños como ustedes. Cuando estuvo en Tampa, allá en el sur de los Estados Unidos, donde bullían grupos de trabajadores cubanos, entre los tabaqueros, les habló sobre cosas tan bellas como que “las palmas son novias que esperan, y hemos de poner la justicia tan alta como las palmas”. Elevó a planos supremos su doctrina de amor universal. Descartó las religiones positivas, porque todas se levantan, según decía, “por las mismas virtudes, y todas caen por los mismos defectos”. Para él, gran altar es la naturaleza; en cada hombre, si es bueno y honrado, hay algo de Dios.
Los niños escucharon esta vez el repiq ueteo de las chavetas con más intensidad; era la sonrisa de aquellos hombres humildes: el dios de los tabaqueros ya había sido encontrado.
Tomado del libro Cuentos para despertar a Romelia. Ediciones Mecenas, 2003. Cienfuegos, Cuba. (N. del E.).