Por Luis Cabrera

 

Yo nunca he visto una abuela como la mía.
     —¿Tú eres mulata, abuela?
     No me responde, pero se ríe.
     Parece que por eso le gusta tanto el olor de las flores. Y el trinar de las bijiritas. Y el amanecer del sol.
     —¿Tú eres blanca, abuela?
     No me responde, pero se ríe.
     Cuando abuela se para delante del fogón a revolver la harina de maíz tierno o a freír los tostones, parece una flor. O un camino nuevo por entre la tierra recién arada. O un caracol.
     Abuela anda como los colibríes, se sabe el secreto de todos los cocimientos y siempre dice que las historias tristes no se cuentan.
     Pero si abuela se pone brava, hay que hacer como cuando vienen los ciclones; y si coge un cuje en la mano, no se te ocurra salir corriendo, pues es peor. ¡Pero si te besa…!
     ¡El cielo!
     Las gallinas de abuela siempre ponen los huevos jimaguas, y a su paso los chipojos se llenan de colores y las abejas destilan miel.
     —¿Qué eres tú, abuela?
     —Cubana, reyoya y por los cuatro costados.

 

 

Por Belkis Lisabel Fernández Ledea

 

En la escuela se alzó un remolino de polvo y hojas. Empezó finito, después engordó como una ballena. Lo asombroso fue que se llevó a los futbolistas del terreno, muy cerca de mi aula. A los pocos días dieron la noticia de que habían llegado a Brasil. Allí, dicen, recogió a otros jugadores y organizó un evento internacional. Vimos en la televisión al remolino, en una inmensa grada solo para él, hacer la ola cada vez que un jugador de de Brasil o Cuba metía un gol. También observamos cómo los aficionados de las otras gradas tenían que sujetarse fuerte de sus asientos para no caer dentro del torbellino bailador de zamba, según los periodistas. Eran tantos los goles de ambos equipos, que el remolino tiraba al cielo serpentinas, papeles de colores y fuegos artificiales. Al final quedaron empatados y los premios fueron muchos caramelos. Al otro día los futbolistas estaban en el terreno al lado de mi aula, como si nunca hubieran salido volando. No sé si fue realidad o sueño. Lo cierto es que si algún viento se levanta cerca de mí, corro a buscar refugio, porque no me gusta el fútbol y los caramelos… producen caries.

 

Con este cuento la autora obtuvo Premio en el Encuentro-Debate Nacional de Talleres Literarios Infantiles, en la categoría de Enseñanza Primaria. (Ciego de Ávila, septiembre de 2018). (N. del E.).  

 

 

Por Antonio Velázquez

 

“¿Quién tiene dientes de hierro?”
—El perro.
“¿Quién es el más comilón?”
—El ratón.
“¿Quién le da al ratón maltrato?”
—El gato.
Por un extraño arrebato
que a alguien le causa pena,
forman como una cadena
el perro, el ratón y el gato.

 

Tomado de: El silencio mira. Ediciones Centro Kairós, Matanzas, Cuba. (N. del E.).

 

 

Por Antonio Velázquez

 

Entonces, juguemos a la rueda-rueda,
y al chucho escondido, donde alguien se queda.
El silencio mira desde una arboleda.
El cansancio tiende su mano de seda,
a los que más corren y todo el que pueda,
en el correteo alguno se enreda:
el silencio mira, desde la alameda.

 

Tomado de El silencio mira. Ediciones Karós, Matanzas, Cuba. (N. del E.).

 

 

Por Antonio Velázquez

 

Luisito es como mi hermano,
pues creció junto conmigo.
A veces pelea por gusto,
pero al final es mi amigo.

Tiene pocas amistades,
se lleva mal con la gente,
porque los demás le miran
los defectos solamente.

En mi casa me enseñaron
a cumplir con lo que digo
y a conservar la amistad
cuidando siempre al amigo.

Si tienes un buen amigo,
no le mires el defecto,
que en este mundo no hay
ningún amigo perfecto.

No lo maltrates en nada
ni lo trates de ignorante,
que conservar la amistad
eso es lo más importante.

Por Hilda A. Mas

 

La tormenta había comenzado, fuertes ráfagas de viento soplaban sobre los sembrados; los animales, espantados, buscaban refugio ante tanta lluvia y viento.
     Y allí, en medio del campo, con los brazos extendidos y como pidiéndole al Cielo salvación, estaba el espantapájaros, sin el viejo sombrero que papá me regaló para adorna mi cabeza.  Pero ahora… había caído al suelo.
     La tormenta llegaba a su final, cuando sus pequeños hijos abrieron una ventana  y gritaron:
     —¡Está salvado!
     Los campesinos miraban las siembras perdidas. De pronto, la niña salió corriendo al campo y abrazó al espantapájaros, que, empapado en agua y sin sombrero  aún,  se encontraba firme allí. Entonces lo abrazó fuertemente. Algo le dijo al oído  muy bajito, se detuvo a recoger el sombrero, y… ¡sorpresa!: debajo de él había una pareja de codornices con su nido. ¡Estaba a salvo!
     ¡Qué  alegría!
     Y cuentan que, al paso de los días, los campos eran ya los mismos; que los campesinos estaban contentos con las siembras y que el espantapájaros se le veía feliz;  que tarde por tarde una familia de codornices, cuando el sol se estaba al ocultarse, venían y se posaban en el ala del sombrero y parecía como si le hablaran al oído.
     No se sabe si es cierto o no. Solo se sabe que ese año la cosecha fue buena y abundante.
     Ese fue el gran milagro que recibió la familia de Baldomero después de la tormenta.

 

 

Por Enma Artiles

 

Todas las tardes abuela recogía a Lola en la escuela y la llevaba a casa en su camión.
    —Lola tiene apenas cinco años y no debe viajar en el asiento delantero.
     Comentaban las madres de los otros niños
     Ni Lola ni la abuela respondían a esos comentarios.
     Ciertos comentarios no admiten respuestas.
     En la casa las acompañaba Julián. 
     Por las noches la abuela, la niña y Julián salían al balcón a mirar el cielo.
     Los padres de Lola andaban en aviones y el cielo debía permanecer despejado.
     Cuando los padres venían a casa, Lola y la abuela les preparaban una cena especial; después se quedaban junto a ellos mirando la televisión. Solo entonces Julián salía a vigilar el cielo.
     Una tarde la abuela no fue a recoger a Lola a la escuela.
     La profesora llamó por teléfono y la abuela apareció de inmediato en su camión, pero cuando intentó hablar no pudo hacerse entender.
     En la libreta que traía en su bolso la abuela, había escrito muchos mensajes para cuando llegara ese momento.
     La abuela padecía la enfermedad del olvido.
     El último mensaje que la abuela había escrito era para Lola.
     “Si pregunto quién eres, dibújame un camión”.

Por Alexis Díaz Pimienta


Alexa sale a la calle
y saluda a todo el mundo.
Al primero y al segundo
y al tercero. Qué detalle.
No hace falta ni que ensaye.
Alexa es buena persona.
No pregunta. No razona.
Va por la vida veloz
diciendo hola o adiós.
Alexa la saludona.

Mueve la mano y saluda.
Sonríe y mueve la mano.
Un guiño para fulano.
Una risa tartamuda.
Alexa la confianzuda.
Alexa la saludona.
Una pequeña persona
altamente popular.
Tan fresca. Tan familiar.
No hay nadie igual en la zona.

Por Excilia Saldaña

 

La noche es como una abuela
con un gran moño de plata.
Se mece suave y serena
en un sillón de aguas blancas.

Cuéntame, abuela,
cuéntame
tu historia
de viejas hadas.

Se mece suave y serena
en un sillón de aguas mansas
y dos estrellas le corren
despacito por la cara.

Cuéntame, abuela,
cuéntame
tus viejas
historias de hadas.

Por Teresa Cárdenas

         A Cristian, de Córdoba.


Una vez Olofi sintió compasión por los ancianos maltratados del mundo y decidió llevarlos consigo. Para ello, creó una isla mágica, exuberante, con hermosos paisajes, lagos transparentes y frondosos árboles frutales, peces, plantas medicinales, días y noches sin frío ni calor excesivo.
     —Aquí vivirán en paz  —les dijo reuniéndolos—. Mas, si algún día quisieran regresar a lo que fueron, no los detendré —y con un breve gesto dibujó en el aire un camino de nubes.
     —Por este pasaje volverán a sus casas —agregó y subió flotando hasta perderse en un brillo de sol.
     —El primer día, los viejos estaban aliviados y contentos. Conversaron llenos de alegría, disfrutaron de la abundante comida, pasearon bajo el rumor quedo de los árboles y, a la medianoche, cantaron olvidadas melodías de antaño.  Luego, durmieron uno al lado del otro, bajo la luna y los luceros. Al despertar, descubrieron con agrado que eran totalmente libres. No había obligaciones que cumplir y podían hablar y hacer lo que deseaban sin miedo. Y lo mejor: no estorbaban a nadie. Nadie se quejaba de sus pasos lentos ni se burlaban de sus cabellos escasos ni de sus voces temblorosas. Eran felices y solo deseaban vivir para sí mismos. Al final del tercer día comenzaron a hablar de los hijos y sus preocupaciones. Rieron imaginando lo mal que les iría sin ellos. Sin embargo, al quinto día, cuando alguien mencionó a un nieto, al instante todos  se cubrieron de recuerdos y sonrisas.