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Por Maritza González
Romelia le había enseñado la magia de las hierbas y los poderes secretos de la luna. Le orientó que hiciera una vela con cera de su finca, de dos metros de largo; mandó a fabricar toneles de maderas olorosas, y le dijo que preparara el mejunje, cuando la luna asomara sus cuernos finos por el norte. Tenía que entrar a la casa de tabaco, con su gigantesca vela prendida, y luego echar dentro de los barriles dos cubos de vino tinto, una güira madura, una libra de anís estrellado, tres gotas de orina inocente, diez ramas de hinojo, un puñado de santajuanas y un ojo de buey; con una vara de cañabrava debía batir el alucinante brebaje hasta que empezara a burbujear; luego sumergía el tabaco, lo dejaba toda la noche hasta el otro día, y cuando el sol estaba en el mismo corazón del cielo, lo sacaba, lo sacudía y lo empacaba en tercios durante cuarenta días… y desde entonces los fumadores labran la tierra cantando; los solterones, a quienes la timidez les había secado la juventud, se hicieron de esposas, y Santana, al que un trueno había dejado la mirada y la cabeza tiesa a la derecha por más de veinte nochebuenas, enderezó su camino a la primera bocanada.
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Por Abel Guerrero
En Pueblo Viejo las casas
se van muriendo:
padecen de musgo gris
y de silencio
como lunas sorprendidas
por diez cangrejos,
abandonadas guitarras
sin su concierto.
Están enfermas las noches
sin agujeros
y mordidas por las copas
de su sombrero.
Mas, pálidas y calladas
llevan por dentro
tristes cantos olvidados
y nuevos versos.
De: Papá, me compras un mar.
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Por Orlando V. Pérez
…Oye, están cargadas de energía, son una como especie de escáner; por medio de ellas, seguro que te das cuenta de lo que está pasando dentro del cuerpo, cómo están funcionando los órganos, para hacer bien el proceso de sanación.
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Yo no sé bien si tengo alguna energía, y de existir, tampoco sé de dónde me viene esa energía, si hay fuerzas allá arriba, que tú llamas…
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Superiores.
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Sí, que, según tú, bajan de pronto y se apoderan de mí. No he visto ni ángeles ni diablos. (¡No, diablos no, que son malos!) Pero tampoco he visto luces ni fantasmas, ni he oído nada… todo parece muy natural…
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A veces te he observado y me he dado cuenta de que escuchas… cosas extrañas, te encoges de pronto, echas a un lado el cel, o la compu, o apagas el televisor, o cierras el libro de cuentos…; entonces… aprietas las manos, las elevas y te quedas como aturdida, pero con las orejas bien paradas.
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Por Rocío D’ María Alfonso Roque
De color blanco y café
juguetón y parlanchín
en el sofá de mi sala
prefiere un suave cojín.
Me acompaña con arrullo
amoroso y pendenciero
y si me descuido un poco
se esconde en el costurero.
Mi gato café con leche
es dulce como la luna
y cuando yo lo acurruco
dice adiós desde su cuna.
Con este poema la autora participó en el Encuentro-Debate Nacional de Talleres Literarios Infantiles, Ciego de Ávila, 2018. (N. del E.).
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Por Nélida Puerto
Abuela, ¿dónde tu mano
ha detenido su aliento,
porque veo tu aposento
como una flor en desgano?:
tu voz es faro lejano.
Con nubes, rosas y acera
voy a hacerte una escalera
con cicatrices y esmero
para atrapar al lucero
que te tiene prisionera.
Abuela, dame tu mano
y los zapatos de noche.
Quiero sujetar el broche
de la luna en el pantano,
vestir al cielo lejano
con una rosa sin dueño.
Por eso pido tu empeño
para este mundo estrenar.
Enséñame a caminar
por los senderos del sueño.
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Por Abel Guerrero
El piano quiebra la tarde
con una risa sonora:
con sus pétalos, la niña
le arranca las dulces notas
le arranca las dulces notas.
que se van abriendo al aire
como en vuelo de palomas.
Todo es juego y alegría,
todo es música y es fiesta:
el piano canta en la sala
su alegría de madera.
Después, cuando la quietud
llena el espacio de grillos,
el piano triste y callado
queda en la sala dormido.
Tomado de: Papá, me compras un mar. Editorial UNEAC, 2015.
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Por Orlando V. Pérez
Cachita
Pues sí, la perra Cachita
sus zapatillas perdió.
Perico se las comió:
¡Y la pobre cómo grita!
No puede la bailarina
ni soñar que toca el cielo
y castiga su pañuelo
con su lágrima canina.
Espantapájaros
Espantapájaros vio
que los canteros del huerto
son como un campo desierto
después que Chivo pasó
por ellos y se comió
cada pétalo despierto.
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Por Javier Feijóo
Muchos años atrás, en Japón, en un pequeño pueblo a la orilla de un río, habitó una joven campesina muy hermosa. La muchacha vivía con su padre, quien era un sabio maestro samurái de avanzada edad. La fama de la belleza de su hija era tan grande, que de todos los rincones del país venían personas a admirarla y a realizarle propuestas de matrimonio, ofreciendo grandes tesoros a su padre, quien agradecía las ofertas, pero nunca las aprobaba.
Un día la muchacha dijo:
—Querido padre, siempre he confiado en su sabiduría, pero… ¿no considera usted que ya es hora de aceptar algún pretendiente? Vivimos en una cabaña humilde, somos campesinos y una buena dote de matrimonio nos vendría bien.
A lo que el sabio contestó:
—Paciencia, hija mía, existen cosas más importantes en el mundo que las riquezas, el esposo indicado llegará.
Un día tocaron la puerta de la casa; era un apuesto general que vestía una armadura dorada con grandes banderas de fuego en la espalda.
—Maestro, he venido desde muy lejos a tomar a su hija como esposa y ofrecerle el peso de mi ejército en oro. La joven y el viejo, después de hacer una profunda reverencia, se sentaron, a la vez que lo invitaban a sentarse.
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A la niña Irina Morales Rodríguez,
que creció desandando este texto.
A Irma, que conoce el origen de esta fábula.
Mamá había retirado el mantel y hacíamos sobremesa cuando abuela llegó al comedor y dejó caer la noticia: —¡Se escapó el dinosaurio!
Primero nos miramos como si no hubiéramos escuchado bien; después la observamos con tanta incredulidad, que volvió a repetirlo.
—El dinosaurio se escapó y dejó vacío el paisaje de los volcanes —dijo poniendo el plumero sobre el aparador.
Irina y yo nos reímos bajito, pero papá nos miró de tal manera, que nos mordimos los labios, porque es de mala educación reírse de los mayores, aunque digan un disparate.
—¿Has perdido el juicio? —le dijo mi mamá, sin salir de su sorpresa.
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Por Olga L. Robaina
Le brindó abrigo en su flor,
le permitió acariciarla,
y fue tan bueno besarla
que casi muere de amor.
¿Será que al sentir su olor
se enamoró? ¿Y si fracasa?
Regresará triste a casa,
olvidará el desatino,
nadie sabrá del destino
que tuvo calabaza.
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