Por Orlando V. Pérez

 

Vino hasta mí llorando. Le abracé la cabeza entre mis rodillas. Y como estaba acostado en la cama, no me fue difícil inventarle un espaldar con mis piernas. Ahí se recostó.
     —¿Por qué lloras? —le pregunté.
     —Mi mamá…
     —¿Tu mamá qué?
     —No, mi mamá… —dijo sollozando.
     —A ver, voy a escucharte, pero… tienes que dejar de llorar.
     —Es que…
     —A ver, de nuevo cálmate, voy a contar hasta tres. A la una, a las dos, a las dos y media, a las dos y tres cuarto... Bueno, si sigo picoteando en fragmentos, más nunca llego al tres.
     Le dio gracia mi chiste y se empezó a sonreír.
     Le dije:
     —¡Así me gusta, caray! ¿Ves cómo ya eres una niña normal?
     —¿Y antes era anormal?
     —Bueno, casi casi —le respondí, con lo cual la hice sonreír de nuevo.
     Logré que se calmara y le pedí que me explicara con claridad cuál era su conflicto.

Por María C. González

 

     De tanto contar cuentos, la abuela se quedó a vivir en ellos. Unas veces amanece princesa, otras hada, y a veces bruja buena. Cintya sabe que cuando no la conoce es que se convirtió en uno de esos personajes. Por eso no se explica por qué los mayores se preocupan tanto.
     La abuela ya no puede caminar, pero su silla de ruedas se convierte en carroza como en La Cenicienta. Cintya ve pasar por sus ojos los campos de trigo, los ríos, todo el paisaje hasta llegar a palacio y le dice al oído para que nadie la oiga… Recuerda, abue, debes volver antes de las doce… Entonces ella se ríe, alzando con sus dos manos el vestido imaginario y la nieta la ve perderse escaleras arriba con un repiqueteo de zapatos de cristal. Cintya sabe que un día no volverá del mundo de los cuentos o se convertirá en hada para siempre porque nadie tiene tanta magia.
     Esta mañana la abuela amaneció muy quieta sobre la cama. Todos en casa están muy tristes, pero la niña ve su expresión tranquila y sonríe.
     A ella no la puede engañar, sabe que esta vez se ha convertido en Bella Durmiente y tendrá que esperar por un beso de amor. Lo que la deja un poco preocupada es pensar que dentro de cien años ninguno de ellos estará allí para verla despertar.

 

 

Por Luis Carlos Suárez

 

Dice papá que cuando tienes muchos años pierdes las riendas y otros las toman por ti. Es el caso de abuela. Cuando cumplió ochenta años, tocó con un tenedor la copa y dijo:
     —Ahora, con la familia reunida, confieso que no soy lo que ustedes creen.
     Nos miramos y tía Bernarda se atragantó con un refresco gaseado y hubo que darle golpecitos en la espalda.
     —Mamá, por favor —dijo papá.
     —Ahora o nunca y tengo el nunca bastante cerca.
     —Déjenla que hable —reclamó Anduriña, la hija de Bernarda, que venía de países lejanos y solo habla de nieves y góndolas.
     Abuela hizo sonar de nuevo la copa:
     —Quiero decirles que soy una bruja, una tremenda bruja.
     —¿Con escoba o sin escoba? —preguntó Anduriña.
     Ella había conocido brujas en Suecia, en Italia, hasta las brujas de Salem en una obra de teatro.
     —Respeta a mi madre —reclamó papá.
     Sonó el timbre. Era el jefe de papá con Urquiola.
     —¿Con el pelotero? —preguntó Ignacio, el único que no era de la familia, pero que asistía a todos los velorios y cumpleaños.
     —Por favor, Ignacio, Urquiola Mejías, la esposa del jefe.

Por Elizabeth Álvarez

 

Sí que era grande aquella gigantesca sombra, unas veces verde intenso, gris otras, azulada en ocasiones y de noche tan negra.
     Se le había vuelto una obsesión; ni tan siquiera sabía como llamarla.
     Levantó una ola enorme, hizo un rizo encrespado y se puso una mano de espuma encima de sus azules ojos para mirar muy lejos. “¿Qué le atraía de aquella dama descomunal? ¿Qué guardaba en su seno?”
     Por su parte la montaña escudriñaba aquella inmensidad azul que le hacía vibrar todos los árboles del monte, y con voz atronadora preguntó:
     -¿Qué es?… -y tembló el monte.
     Un pájaro asustado gritó:
     -Es el mar, Señora Montaña. No tiemble de es forma que nos matará.
     -Es que brilla, se mueve como si quisiera llegar a mí, y luego se retira.
     El mar rugía:
     -¡La amo!...
     Su voz era tan distante que ella no lo escuchaba.
     Las aves se asustaron mucho más y clamaron:
     -Señora, deje de moverse o todos moriremos.
     Los leñadores y campesinos sintieron pánico; debía ser terremoto y se marcharon.

Por Antonio Velázquez

 

¿Quién baja a la tierra y sube?
—La nube.
¿Quién baña a la espiga rubia?
—La lluvia.
¿Quié le sucede a la hoja?
—Se moja.
Si la tempestad se antoja
a tirar un aguacero,
aunque no quiera el sitiero,
la nube da lluvia y moja.

 

De El silencio mira. Ediciones Centro Kirós, Matanzas.

 

 

Por Luis Cabrera

 

Yo nunca he visto una abuela como la mía.
     —¿Tú eres mulata, abuela?
     No me responde, pero se ríe.
     Parece que por eso le gusta tanto el olor de las flores. Y el trinar de las bijiritas. Y el amanecer del sol.
     —¿Tú eres blanca, abuela?
     No me responde, pero se ríe.
     Cuando abuela se para delante del fogón a revolver la harina de maíz tierno o a freír los tostones, parece una flor. O un camino nuevo por entre la tierra recién arada. O un caracol.
     Abuela anda como los colibríes, se sabe el secreto de todos los cocimientos y siempre dice que las historias tristes no se cuentan.
     Pero si abuela se pone brava, hay que hacer como cuando vienen los ciclones; y si coge un cuje en la mano, no se te ocurra salir corriendo, pues es peor. ¡Pero si te besa…!
     ¡El cielo!
     Las gallinas de abuela siempre ponen los huevos jimaguas, y a su paso los chipojos se llenan de colores y las abejas destilan miel.
     —¿Qué eres tú, abuela?
     —Cubana, reyoya y por los cuatro costados.

 

 

Por Claudia T. Cabrera

 

Un día armado de sol
la babosa dejó el casco:
y bajo un crudo chubasco
dejó libre al caracol.
En bajísimo bemol
la babosita orientaba
al amigo, que buscaba
un ser tierno y bondadoso,
y ese sueño se hizo hermoso:
aquel niño lo esperaba.

 

 

Por Yusbiel León

 

            Te amo, hija mía. ¡Felicidades!

Septiembre es un mes azul
Como el silencio del agua
O el viento que en el oído
A las margaritas habla,
O como tú que saltando
Te echas la tarde en la bata
Y con un beso a la ausencia
Todos los huecos le tapas...
Mira cómo está septiembre
Que hasta mariposas caza,
Y el uniforme el domingo
Religiosamente plancha
Para entrar almidonado
El lunes contigo al aula...
A veces a la tristeza
Todas las hierbas le escardas
Y otras veces al espejo
Le garabateas la cara.

Por Antonio Velázquez

 

Entonces, juguemos a la rueda-rueda,
y al chucho escondido, donde alguien se queda.
El silencio mira desde una arboleda.
El cansancio tiende su mano de seda,
a los que más corren y todo el que pueda,
en el correteo alguno se enreda:
el silencio mira, desde la alameda.

 

Tomado de El silencio mira. Ediciones Karós, Matanzas, Cuba. (N. del E.).

 

 

Por Julio Crespo

 

Hace un buen rato que camino, camino, camino, y aunque no esté cansado, me aburre bastante no encontrar a alguien… Pero no hago más que sentir el deseo de tener con quién conversar para que, al momento, la vea a pocos metros. Anda sin demasiada prisa, aunque sin detener su paso, que es la mejor forma para adelantar. Lo primero que distingo es su caperuza, envuelta en el polvo de un recodo del camino. A pesar del polvo, puedo descubrir el llamativo rojo de la caperuza. Inmediatamente pienso en que pudiera ser ella… me gustaría que fuera ella… me pondría muy contento si fuera, nada más y nada menos que Caperucita Roja. Y resulta que sí lo es. En su mano derecha lleva una jaba de nailon; en la izquierda, una de tela. ¿Será posible que todavía le esté llevando buñuelos, panecillos y frituras a su abuela? Siento deseos de preguntárselo, pero estoy cohibido. Entonces ella me saca de la duda:
     —Aquí llevo frituras y empanadas a mi abuela.
     Le gustan tanto, que no puedo dejar de hacerlo. Ella para mí representa mucho y me complace darle esos gustos.
     —¿Y eso no le produce desarreglos estomacales a tu abuela? Lo digo porque ella debe tener ya unos cuantos años.
     —Efectivamente, tiene ya unos cuantos años, aunque por suerte también tiene —como dice mi mamá—un estómago de hierro… De todos modos, tratamos de no usar demasiados condimentos ni grasas en sus comidas.