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Por Belkis Lisabel Fernández Ledea
En la escuela se alzó un remolino de polvo y hojas. Empezó finito, después engordó como una ballena. Lo asombroso fue que se llevó a los futbolistas del terreno, muy cerca de mi aula. A los pocos días dieron la noticia de que habían llegado a Brasil. Allí, dicen, recogió a otros jugadores y organizó un evento internacional. Vimos en la televisión al remolino, en una inmensa grada solo para él, hacer la ola cada vez que un jugador de de Brasil o Cuba metía un gol. También observamos cómo los aficionados de las otras gradas tenían que sujetarse fuerte de sus asientos para no caer dentro del torbellino bailador de zamba, según los periodistas. Eran tantos los goles de ambos equipos, que el remolino tiraba al cielo serpentinas, papeles de colores y fuegos artificiales. Al final quedaron empatados y los premios fueron muchos caramelos. Al otro día los futbolistas estaban en el terreno al lado de mi aula, como si nunca hubieran salido volando. No sé si fue realidad o sueño. Lo cierto es que si algún viento se levanta cerca de mí, corro a buscar refugio, porque no me gusta el fútbol y los caramelos… producen caries.
Con este cuento la autora obtuvo Premio en el Encuentro-Debate Nacional de Talleres Literarios Infantiles, en la categoría de Enseñanza Primaria. (Ciego de Ávila, septiembre de 2018). (N. del E.).
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Por Hilda A. Mas
La tormenta había comenzado, fuertes ráfagas de viento soplaban sobre los sembrados; los animales, espantados, buscaban refugio ante tanta lluvia y viento.
Y allí, en medio del campo, con los brazos extendidos y como pidiéndole al Cielo salvación, estaba el espantapájaros, sin el viejo sombrero que papá me regaló para adorna mi cabeza. Pero ahora… había caído al suelo.
La tormenta llegaba a su final, cuando sus pequeños hijos abrieron una ventana y gritaron:
—¡Está salvado!
Los campesinos miraban las siembras perdidas. De pronto, la niña salió corriendo al campo y abrazó al espantapájaros, que, empapado en agua y sin sombrero aún, se encontraba firme allí. Entonces lo abrazó fuertemente. Algo le dijo al oído muy bajito, se detuvo a recoger el sombrero, y… ¡sorpresa!: debajo de él había una pareja de codornices con su nido. ¡Estaba a salvo!
¡Qué alegría!
Y cuentan que, al paso de los días, los campos eran ya los mismos; que los campesinos estaban contentos con las siembras y que el espantapájaros se le veía feliz; que tarde por tarde una familia de codornices, cuando el sol se estaba al ocultarse, venían y se posaban en el ala del sombrero y parecía como si le hablaran al oído.
No se sabe si es cierto o no. Solo se sabe que ese año la cosecha fue buena y abundante.
Ese fue el gran milagro que recibió la familia de Baldomero después de la tormenta.
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Había remontado vuelo por tanto tiempo y subió como nunca. ¿Qué lo hacía escapar? No recordaba la realidad que lo incitó, no pensaba ni en su solitaria compañera.
¿Dónde estaba? ¿Sobre islas o ya en tierra firme, como suele decirse a los continentes?
Sintió hambre y sed, buscó y rebuscó con los ojos, perdido en aquella verde-negrura de la selva. Un hilillo iluminó y bajó en busca de agua, después de refrescar comió y bebió.
Cerró los ojos y, recordó lo abandonado, su familia, el campo espléndido con sus trinos, el sonido habitual de la Cascada de la Sinfonía y... ahora, recordaba el motivo de la huida: la Poza del Ensueño.
“¿Por qué todos iban allí y qué de hermosa tenía y le hacía daño a él? Un pájaro de tantos colores y brillo en su plumaje, ni la Cascada de la Sinfonía le había hecho lo que aquella poza de agua brillante, era terrible tener ese sentimiento malsano que lo hizo huir de los suyos".
La Poza del Ensueño, tranquila, rodeada por el norte y sur con dos farallones inmensos, al este la cascada que debía alimentarla y cuando el agua cae sobre las piedras hace música: Acuilázuli Acuilubrín chirri-chirri, cantarín.
Ahora recordó su nombre Acuilázuli Acuilubrín. "Había repetido tanto aquel canto que los pocos habitantes del monte, lo llamaron así"
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Luisito es como mi hermano,
pues creció junto conmigo.
A veces pelea por gusto,
pero al final es mi amigo.
Tiene pocas amistades,
se lleva mal con la gente,
porque los demás le miran
los defectos solamente.
En mi casa me enseñaron
a cumplir con lo que digo
y a conservar la amistad
cuidando siempre al amigo.
Si tienes un buen amigo,
no le mires el defecto,
que en este mundo no hay
ningún amigo perfecto.
No lo maltrates en nada
ni lo trates de ignorante,
que conservar la amistad
eso es lo más importante.
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Por Excilia Saldaña
La noche es como una abuela
con un gran moño de plata.
Se mece suave y serena
en un sillón de aguas blancas.
Cuéntame, abuela,
cuéntame
tu historia
de viejas hadas.
Se mece suave y serena
en un sillón de aguas mansas
y dos estrellas le corren
despacito por la cara.
Cuéntame, abuela,
cuéntame
tus viejas
historias de hadas.
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Por Mariam Aguilar
Había una vez una niña a la cual un día le dijo la maestra: “Aqua, ¿por qué siempre llegas tarde?” “Pero, maestra, si yo hago bien todas las tareas y me porto muy bien”. “Está bien, entra, pero a partir de mañana no llegues tarde nunca más”. Sin embargo, la niña seguía llegando tarde.
Un día la maestra vio desde una ventana cómo la niña estaba ayudando a entrar a la escuela a un compañero de estudios en una silla de ruedas. A la maestra se le salieron las lágrimas.
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Alexa sale a la calle
y saluda a todo el mundo.
Al primero y al segundo
y al tercero. Qué detalle.
No hace falta ni que ensaye.
Alexa es buena persona.
No pregunta. No razona.
Va por la vida veloz
diciendo hola o adiós.
Alexa la saludona.
Mueve la mano y saluda.
Sonríe y mueve la mano.
Un guiño para fulano.
Una risa tartamuda.
Alexa la confianzuda.
Alexa la saludona.
Una pequeña persona
altamente popular.
Tan fresca. Tan familiar.
No hay nadie igual en la zona.
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Mientras mucha gente duerme
y otros se fueron de fiesta,
hay un ladrido de guardia
siempre alegre, no protesta.
Es Capitán, mi perrito,
ladra y ladra con afán.
¿Qué no protesta?, cuidado,
que valiente es Capitán.
Tomado de: El silencio mira. (N. del E.).
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Por Orlando V. Pérez
Le dije:
—Oye, ese pela´o te va a robar todas las papitas.
Mientras tomaba una del plato que la mamá le había puesto al alcance de la mano, me contestó:
—Ella no es ningún pela´o, es mi bebé.
—¡Ah! ¿Y cuándo la pariste?
—Hace unos meses. ¿O es que ya se te olvidó?
Estaba sentada a la mesa y la tenía comprimida entre el abdomen y el antebrazo izquierdo. Con la mano derecha escogía las mejores rodajas; abría despacio la boca, de labios pulposos y breves, y las saboreaba. Mientras hacía crujir otra rodaja más, me miró de reojo y me aclaró:
—Se llama Marina.
—Entonces, te ha robado el nombre.
—Ni el nombre ni las rodajas —me contestó encolerizada, levantando la voz por encima del silencio.
—¿Tú viniste del mar? —le pregunté.
¿Por qué lo sabes?
—Porque nosotros lo sabemos todo.
—A ver, ¿cómo me llamo yo?
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“¿Quién tiene dientes de hierro?”
—El perro.
“¿Quién es el más comilón?”
—El ratón.
“¿Quién le da al ratón maltrato?”
—El gato.
Por un extraño arrebato
que a alguien le causa pena,
forman como una cadena
el perro, el ratón y el gato.
Tomado de: El silencio mira. Ediciones Centro Kairós, Matanzas, Cuba. (N. del E.).
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