Por Ariel Fernández


No me pidas salir, que estoy sujeto
a esta suerte sin par de laberinto,
ni detengas el pulso del instinto,
a este insomnio feliz algo indiscreto.
Nueva letra sembraste en mi alfabeto,
y muda, que no suena mencionada...
llegaste a mí sin ser, ni pedir nada,
pero aquí te me quedas de algún modo,
después del día en que nos dimos TODO
lo que hubo de nacer de una mirada. 

 

 

Por Anisley Fernández

            A Rosamary

Busca en la inmersión del verde ese rostro
lejos de la cruz
de la avidez del párpado.
Búrlate de la fiera que alimentó
tu condición doméstica.

Con el eco de la placidez clareando
sin la cicatriz del regreso
a la familia, ese adorno de la sangre
que hala indiferente.
Más allá de los juramentos
existe una cara.
Emprende con valentía la soledad
la mordedura del viento.
Prolóngate dentro del verde lino.
Abre los ojos en toda la proporción de lo inhóspito
y búrlate de la fiera.

Por José Martí

 

     Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.

     Eran de lirios los ramos;
y las orlas de reseda
y de jazmín; la enterramos
en una caja de seda...

     …Ella dio al desmemoriado
una almohadilla de olor;
él volvió, volvió casado;
ella se murió de amor.

     Iban cargándola en andas
obispos y embajadores;
detrás iba el pueblo en tandas,
todo cargado de flores...

     …Ella, por volverlo a ver,
salió a verlo al mirador;
él volvió con su mujer,
ella se murió de amor.

Por Olga L. Robaina

 

Queriéndolo o no, es el final.
Un juicio puede convertir el mar en espinas.
Soy Náyade,
y encerrarme dentro de una lata de sardinas,
puede ser contraproducente.

Me descuartizan.

Desconocen el color del pecho
y tienen
poco dominio del crepúsculo.

No todos pueden mirar al Sol.
Arremeten...
Sola yo
y la silla.
Sola yo
y mis sueños.
Sola yo
y mi llanto.
Sola yo
y esas malditas voces en mi cabeza.

Por Ana L. López


Desde los tres años
mi padre me enseñó a llorar
sin tener culpa
a los diez me hizo jugar una prima
sin juguetes
a los dieciséis la vida me mostró
que debía vaciar mis silencios
en una libreta de apuntes
al cumplir veinte supe comparar
el amor de un hombre y una mujer
sin querer a ninguno
a los treinta compartí mis silencios
no jugué con ella
ni con él
igual me culparon
a los treinta y cinco dejé de llorar.
Una niña que se orina sintiendo golpes a los tres
y es marioneta a los diez
se convierte en una mujer que no perdona
en un dulce monstruo que cría versos.

Por Nicolás Guillén

 

Sombras que sólo yo veo,
me escoltan mis dos abuelos.

Lanza con punta de hueso,
tambor de cuero y madera:
mi abuelo negro.
Gorguera en el cuello ancho,
gris armadura guerrera:
mi abuelo blanco.

Pie desnudo, torso pétreo
los de mi negro;
pupilas de vidrio antártico
las de mi blanco.

África de selvas húmedas
y de gordos gongos sordos…
—¡Me muero!
(Dice mi abuelo negro).
Aguaprieta de caimanes,
verdes mañanas de cocos…
—¡Me canso!
(Dice mi abuelo blanco).
Oh velas de amargo viento,
galeón ardiendo en oro…

Por Richard Gutiérrez

 

Mi sombra me sigue a todas partes 
creo que perdió su brújula y su mapa,
y trata de convertirme en el guía 
marginal del laberinto.
Tiempos de reencarnación cotidiana 
Están a mi espera 
para que mi sombra realice un trueque 
con el guía marginal del laberinto.
Para intercambiar un corazón de latidos 
por un palpitar de sombras. 

La pobreza espiritual 
se volvió la cárcel del gorrión común. 
El desamparo se convirtió en un barco anclado a la superficie,
pero con la tripulación sumergida en la profundidad.

La jungla cada vez es más frondosa 
para ese cazador que ve el mundo entre barrotes. 
No pertenece a esa porción 
del hombre civilizado. 
Es como una simple nave a deriva 
que busca una isla desierta 
de rostros y calumnias, 
pero repleta de libros y personajes chiflados.

 

 

Por Raiza K. Olivera

 

De este tiempo solo quedará una algarabía silenciada por ciertas alucinaciones. Un montón de luces superpuestas, dimensiones reducidas a un designio, al deseo infinito de poseer los mundos. No habrá señales claras de este tiempo, no habrá ídolos supervivientes, no quedará nada. Algo así como lo que se ve tras el telescopio invertido, un montón de caras deformes, el universo en la odisea de tomar la figura de dioses, un rumor que pudiera llegar a ser un sonido alentador. Este tiempo dejará el legado insólito del más profundo olvido.

 

Posible ocupación

Soles desando, busco trabajo,
no hallo nada,
no soy zapatera
hay menos zapatos.

Qué tristeza me consume,
tantos zapateros idos
a buscar pieles finas de Alaska
a soñar moldes
Para amar las plantas que pisan
el sendero ciego
por donde se esfuman las almas
sin retorno.

Por Sandra M. Busto

 

El susurro de la brisa marina trajo un día hasta la orilla del mar a un ser tan divino como una hija de la Diosa Isis, de María, Magdalena, Lakshmi, Saraswati, Oshún o Yemayá. No era ente mitológico, sino sencillamente una mujer, y ya por eso a la vez sagrada, impura, perfecta, imperfecta, humana, ángel, hechicera y sobre todas las cosas, ella  misma, dispuesta a defender el derecho se ser y sencillamente existir. Venía vestida de soledad, aunque cubría su cuerpo con un traje típico de ciudad, no adecuado para su actual destino. Por eso, en cada paso dejó caer un trozo de tela, hasta quedarse solo con las flores que recogía a su paso. Traía con ella un equipaje de sueños, los suyos, aquellos por los que había desandado el tiempo.
   Subió un peñasco y, al fin, allí estaba el mar. Se detuvo a observar cómo el horizonte se fundía con el cielo y varios rayos de luz descendían hasta unir los dos azules. Unas saltarinas flamas, que parecían diamantes, brillaban entre las olas. Eran reflejos increíbles que llegaban justo hasta la orilla, como si el mismo sol tendiera su mano para iluminar aquel momento. La luz, que provocaba ese brillo en las olas, hacía que se sintiera bienvenida en el lugar al que llegaba, al que le traían sus pies, que ahora, descalzos, sentían la fina madera del pórtico al que entraba. Sonrió y soltó su pelo al viento, lo dejó libre de la trenza que la acompañó en su viaje, para que el aire lo moviera a su antojo mientras le acariciara el rostro. Esa sensación tan inocente y mágica que tanto le gustaba. Nadie acaricia el rostro como aquella brisa maravillosa que trae susurros. Ninguna mano humana podía tocar tan suavemente su piel y a la vez tan libre, tan agradable.

Por Eliane Acosta

 

Ella
lleva un puñado de surcos entre las manos,
una pandilla de sueños equilibristas
que troquela su pecho.

Ella seca el sudor de la tierra
y se maquilla el rostro
sin saberlo.
Florece
como espuma de ola.
Salta
para besar la luz.

Ella tiene mirada de poeta
y muerde la vida
con ojos de esperanza.

 

(*) Este poema está dedicado a la escritora y narradora oral Olga Lidia Martínez Robaina. (N. del E.).