Por Norma Piñeiro

 

No importaba invierno o primavera.

Ni comer ni llorar.

Ni la furia del viento
sobre el vientre del día.

Ni el dolor ni el amor ni la costumbre,
esa pequeña forma de la dicha.

Ni la angustia de sostener la tarde
con la carga de ser.

Qué inocencia:
mi paso en la vereda
apretado al miedo
de la hoja seca.

Por Lucio Pérez


              …cuando se encienden mis luciérnagas:
           

              ...y aquí se quedan llenándome de amor con sus arterias.
                       

                         Carilda Oliver Labra


               “Uds., que siempre fueron, que siempre están”.
       

...Y hoy encenderé mis cirios
para descubrir los rostros
que una vez me mostraron las estrellas.
Sembraron amapolas
con el polen esparcido
en la alquimia y validez de mis huellas.
Y puesto que habitamos
múltiples dimensiones
descubro:
la placidez de un robado beso
el abrazo sobre el banco de aquel parque
un orgasmo que baña  todos mis silencios
la fantasía de un viaje
que recuerda siempre
que el tiempo no carcome los recuerdos. 

 

 

Por Irelia Pérez 
                     

(David Ernesto, para ti)

Transpiraba. Mi osamenta
era un copo de dolor.
Insoportable clamor
de jaurías en tormenta
por doquier.
            (Ni Cenicienta
            quiere contarme su historia.
            Las doce.    Vuelta a la noria.
            Pasa un desfile de cunas.
            Ruge algún lince en ayunas
            sangre adentro)
                             Giratoria
sensación de ingravidez.
Vértigo y más espirales.
            (Estallan.    Rompe en cristales
            el dolor su inmediatez.
            ¿Burbujas?   Mi cuerpo es
            una hilera de burbujas)

Por Lucio Pérez 

 

Un hombre se muestra
tras el iris de una sonrisa,
queda suspendido en un instante,
mientras corceles a galope
viajan por la sangre
que corre como ríos
sacudiendo el nimbo
de los años.
Se le escapó una mirada
sin ceremonias
y el regalo se hunde en la piel
donde fluyen los colágenos
dormidos por el tiempo.
Quién va a detener el Sol
cuando ya crecen espigas
que se clavan en su cuerpo.
Quién va a detener el Sol
cuando solo una sonrisa
ha roto el silencio de los muertos
en prolongados aleluyas a la vida.

 

 

Por Víctor Jesús Díaz

 

Corrían las postrimerías del año de l962 y durante una entrevista con la Dra. Nieves Valmaña Mujica en Ciudad Libertad para ubicarme, esta me propone la opción de incorporarme como profesor al Centro de Formación de Maestros Primarios de Minas de Frío en el corazón de la Sierra Maestra. En esta escuela tendría la oportunidad única de compartir experiencias con un nutrido grupo de profesores en la enseñanza de nuevo tipo que se gestaba en ese enclave situado a 1 200 metros de altura en lo más alto de la Loma de la Vela. Me explicó además que ya se habían realizado dos cursos anteriores y que todos los que por allí pasaron, habían quedado prendados del lugar y del maravilloso trabajo docente que se realizaba. Además, cuando me dijo que mi querida amiga Cheíta (así llamábamos cariñosamente a la Dra. Mercedes de Varona) era la directora del centro, sin pensarlo dos veces, acepté enseguida. Como ya conocía la vida en campaña, para mí no fue nada difícil prepararme para el largo viaje, concebido en varias etapas. La primera desde La Habana hasta Bayamo en ómnibus; la segunda, desde Bayamo hasta Estrada Palma por medios propios, es decir, “en botella”, porque a partir de allí no existía transporte regular. La otra etapa era desde Estrada Palma a Las Mercedes y la última, unos diecisiete kilómetros, desde este pequeño poblado hasta Minas de Frío, sólo podía hacerlo a pie en una fatigosa jornada que incluía el difícil ascenso de la Loma de la Vela, en cuya cima estaba enclavada la escuela.

Por Sira de la C. Sarría

Un galopar
de nubes grises
lamento de las olas,
beso de un naufragio,
titiritar de pájaros mudo
en medio de la tormenta,
invierno en el alarido
de los árboles.
Frialdad que quiebra
cada fibra; cada intento
es dolor.
Ausencia de un mañana,
seguir amando lo que no existe.

Por José Martí

 

I

Cuando en la noche del duelo
Llora el alma sus pesares,
Y lamenta su desgracia,
Y conduele sus afanes,
Tristes lágrimas se escapan
Como perlas de los mares;
Y por eso, Micaela,
Triste lloras, sin que nadie
Tu dolor consolar pueda
Y tus sollozos acalle;
Y por eso, Micaela,
Triste en tu dolor de madre,
Lloras siempre, siempre gimes
La muerte de Miguel Ángel.

 

II

¡Allí está! Cual fresca rosa,
Blanco lirio de la tarde,

Por Anisley Fernández

 

Yo no iba a caer de rodillas
como la muchacha
que se rindió
en todos los escenarios,
ni dejé promesas
apuntando al cielo
ni disfracé el torrente
que atraparon mis ojos en tu infinitud.
Yo siempre me detuve
con esmero
en la palabra más difícil de pronunciar
en el silencio cruel detrás de tus palabras
sin temor a sorprenderme
o la avaricia de sorprender,
como la primitiva muchacha
que desconoce los pactos
las fases lunares
el simple humo.

Por Nelson de la C. Sánchez


        Con sus manos de nieve
        me abraza el agua,
        con el pelo encrespado
        bailan las olas.

En besos de sal y espuma
la mar se ofrece:
Yemaya me seduce.

Estoy solo en la playa;
la egoísta, implacable,
ahuyenta a todo el mundo:
me quiere para ella.
Me deleito en sus brazos.

Por Olga L. Martínez

 

La triste soledad de tu mirada
ve caer una flor en tus arrugas,
y se me va el color, y te me fugas
por la grieta del día, acorralada.


Mas… se me vuelve la distancia espada
cuando no hay mariposas, solo orugas.
Entre tanto, tus lágrimas enjugas,
y esperas el milagro de algún hada.

¿No escuchas, madre, cómo canta el río?
¿Cómo las aves trinan con más brío
y la orquídea del patio reverdece?

A tus recuerdos, madre, dales alas,
regálate la infancia. Pon bengalas,
y verás que el dolor desaparece.