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Por José Martí
Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor.
Eran de lirios los ramos;
y las orlas de reseda
y de jazmín; la enterramos
en una caja de seda...
…Ella dio al desmemoriado
una almohadilla de olor;
él volvió, volvió casado;
ella se murió de amor.
Iban cargándola en andas
obispos y embajadores;
detrás iba el pueblo en tandas,
todo cargado de flores...
…Ella, por volverlo a ver,
salió a verlo al mirador;
él volvió con su mujer,
ella se murió de amor.
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Por Mirta Aguirre
Yo me acostumbro, amor, yo me acostumbro.
Yo me acostumbro a estar sin ti. ¿Lo entiendes?
Quiere decir, amor, que no amanece;
quiere decir que aprendo a abrir los ojos sin tu beso.
Quiere decir que olvido, amor, que yo te olvido.
Como un morirse lento, implacable, a pedazos,
yo me acostumbro, amor, yo me acostumbro.
Y acostumbrarse es una cosa oscura,
es una cosa eterna, sin caminos,
como un caer caer en el vacío.
Yo me acostumbro, amor, yo me acostumbro.
Y un día y otro pasan.
Y un día triste no es día sino un cortejo inmenso.
Y dos días de tristeza ya no pueden decirse.
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Padre que todo lo has dado
removiéndote la frente,
padre que en el subconsciente
resguardas mi cuerpo alado.
Te escribo por el costado
que me sangra cada día,
te adoro con la cuantía
de la verdad aflorando
como un perfume embriagando
un retrato en armonía.
Te alabo, padre querido,
clarísimas son tus manos:
Dos torbellinos enanos,
guardan los sueños del nido.
Corazón en el silbido
de las noches y los llantos,
háblame, porque tus cantos
ancestrales se desbordan
sobre mis alas que abordan
los primeros esperantos.
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Por Nicolás Guillén
Sombras que sólo yo veo,
me escoltan mis dos abuelos.
Lanza con punta de hueso,
tambor de cuero y madera:
mi abuelo negro.
Gorguera en el cuello ancho,
gris armadura guerrera:
mi abuelo blanco.
Pie desnudo, torso pétreo
los de mi negro;
pupilas de vidrio antártico
las de mi blanco.
África de selvas húmedas
y de gordos gongos sordos…
—¡Me muero!
(Dice mi abuelo negro).
Aguaprieta de caimanes,
verdes mañanas de cocos…
—¡Me canso!
(Dice mi abuelo blanco).
Oh velas de amargo viento,
galeón ardiendo en oro…
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Me desordeno, amor, me desordeno
cuando voy en tu boca, demorada;
y casi sin por qué, casi por nada,
te toco con la punta de mi seno.
Te toco con la punta de mi seno
y con mi soledad desamparada;
y acaso sin estar enamorada;
me desordeno, amor, me desordeno.
Y mi suerte de fruta respetada
arde en tu mano lúbrica y turbada
como una mal promesa de veneno;
y aunque quiero besarte arrodillada,
cuando voy en tu boca, demorada,
me desordeno, amor, me desordeno.
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Por Pedro O. Silva
Hay aves que parten
y dejan su corazón
encerrado en las jaulas
Ellas viven con el pasado
Pero qué pueden hacer
sin su hermoso órgano de libertad
sin sus alas de sonrisas
Qué pueden hacer
Ellas solo vuelan
y vuelven
para aprisionar sus cadenas
al antiguo dueño.
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Por Sandra M. Busto
El susurro de la brisa marina trajo un día hasta la orilla del mar a un ser tan divino como una hija de la Diosa Isis, de María, Magdalena, Lakshmi, Saraswati, Oshún o Yemayá. No era ente mitológico, sino sencillamente una mujer, y ya por eso a la vez sagrada, impura, perfecta, imperfecta, humana, ángel, hechicera y sobre todas las cosas, ella misma, dispuesta a defender el derecho se ser y sencillamente existir. Venía vestida de soledad, aunque cubría su cuerpo con un traje típico de ciudad, no adecuado para su actual destino. Por eso, en cada paso dejó caer un trozo de tela, hasta quedarse solo con las flores que recogía a su paso. Traía con ella un equipaje de sueños, los suyos, aquellos por los que había desandado el tiempo.
Subió un peñasco y, al fin, allí estaba el mar. Se detuvo a observar cómo el horizonte se fundía con el cielo y varios rayos de luz descendían hasta unir los dos azules. Unas saltarinas flamas, que parecían diamantes, brillaban entre las olas. Eran reflejos increíbles que llegaban justo hasta la orilla, como si el mismo sol tendiera su mano para iluminar aquel momento. La luz, que provocaba ese brillo en las olas, hacía que se sintiera bienvenida en el lugar al que llegaba, al que le traían sus pies, que ahora, descalzos, sentían la fina madera del pórtico al que entraba. Sonrió y soltó su pelo al viento, lo dejó libre de la trenza que la acompañó en su viaje, para que el aire lo moviera a su antojo mientras le acariciara el rostro. Esa sensación tan inocente y mágica que tanto le gustaba. Nadie acaricia el rostro como aquella brisa maravillosa que trae susurros. Ninguna mano humana podía tocar tan suavemente su piel y a la vez tan libre, tan agradable.
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Por Isabel Ricardo
Oculta entre las sombras
intento recordar
el mapa de tu cuerpo.
Salgo para enfrentarte
y entre bíceps, tríceps
y planos inclinados
en orgásmica locura,
quedo brutalmente satisfecha
hasta el infinito.
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Por Irelia Pérez
Con disfraz de torre anciana
te busca una niña. Ven.
Ya por las noches no hay quién
narre historias.
No hay mañana.
Fuiste escudo, flor y nana,
lluvia de miel contra el fuego,
barca
mar
sol
mi álter ego...
Y hoy que en la niebla te pierdes,
un corazón de ojos verdes
sin ti se ha quedado ciego.
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Por Olga L. Martínez
De vuelta al beso distraído y loco,
a tu piel con mi lluvia, desmedida,
regreso ansiosa al punto de partida,
donde arderá el deseo poco a poco.
Si juegas al amor consume el vicio.
Si juegas a perderlo lo encarcelas
y no habrá luz, ni paz, ni pasarelas,
donde poner a desfilar tanto desquicio.
Saltarina es la gota que te alcanza
en medio del desorden y el espejo
con pétalos de flores: la venganza.
Comienza el baile con su fiel cortejo,
tus labios aprisionan mi tardanza,
cuando cae la noche en tu reflejo.
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