Por Gustavo A. Bécquer

I

El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.
     Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
     Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.
     Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.
     A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz.
     El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
     La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve de dosel.

Por Simón Esain

 

(Cómo orbitar a la mujer y no perder la Luna en el intento)


A mediados del Siglo XX algunos muchachos aprendimos qué es orbitar, qué sería un satélite y qué es lo artificial. Y algunos otros muchachos aprendieron psicología. La mujer ya estaba alta ante nuestro deseo, una mitológica Luna irresistible para nuestra cohetería en ciernes.
     De algún modo descubrimos que unas fuerzas entran en pugna para que un satélite alcance su órbita y se mantenga en ella, tanto como pretendiéramos cuando pretendíamos acariciarnos contra la anhelada. Cualquiera fuera el modo, pasábamos a preguntarnos de cuántas vueltas requiere una mujer. ¿Y de algunas volteretas? ¿Y qué pasa cuando ella te da vuelta? ¿O cuando se desenrosca? O peor, ¿cuando se desenvuelve?
     De esto no enseñaban mucho los tangos que llegaban vivos a aquella época. Hablaban de no ovillarse, de desenvoltura, nada de amar desorbitadamente, esa cualidad sólo apreciada en la flamante escuela de aspirantes a astronautas.
     Un tanguero Revagliatti se lo dice de entrada, diseñando un portal: ella y yo, socios de una aventura poética, limítrofe, liquidatoria.
     Caía bien la psicología al corazón de una ciudad obsedida por la conquista, una otra conquista, la de acá y hasta acá, había sido y sería remedo callejero, propia de patios y veredas, baile nocturno y versos populares.

Por Juana de Ibarbourou



Yo amo las noches de lluvia. Son de una intimidad intensa y dulce como si nuestra casa se convirtiera, de pronto, en el único refugio tibio e iluminado del universo.
Los objetos que nos rodean adquieren una familiaridad más afectuosa y más honda; la luz parece más límpida; el fuego, la mecedora, los ovillos de la lana, el lecho, las mantas, todo es más nuestro y más grato.
     La alcoba, realmente, se convierte en nido, en nido caliente y claro y sereno, en medio del viento gruñidor, de la lluvia furiosa o mansa, del frío que hace acurrucar cabeza con cabeza a las parejas de pájaros. Me imagino mi casa, entonces, como un pequeño y vivo diamante apretado entre el puño de un negro gigantesco. ¡Qué beatitud!
     Hago por no dormirme para gozar esas horas de gracia propicia al ensueño y al amor. Pero a veces, también, me asalta de pronto la visión de pobres ranchos agujereados, de chicos friolentos, de mujeres que no tienen como yo una casa tibia ni abrigada cama blanda y para quienes estas noches así son un suplicio. Y entonces sí, me esfuerzo por dormir. Ya que no puedo remediar yo sola su infinita miseria, les doy el sacrificio de la conciencia de mi bienestar. Me duermo, me duermo, avergonzada de paladear un gozo que atormenta a millares de seres humanos. 


Tomado de El cántaro fresco (1920).

 

 

Por Naizomi Getav

 

Mi tierra hoy, es tierra de nadie,
es tierra de sangre, es tierra de miedo...
Se levanta el polvo que dormido estuvo,
se hace nube, huye de las balas.

Hoy mi tierra clama por justicia,
justicia ciega, ¡ámpulas, hediondo pus!
Hoy la noche es té de ajenjo...,
la canela quedó en las tazas
de sonrisas sin alma.

La noche no sabe a noche...,
tiene sabor a lobo feroz
al acecho de las ovejas.


De: Los narcisos de Naizomi (México). 

 

 

Por Sylvia Zárate Mancha

 

Las cosas y los lugares se hacen viejos,
van perdiendo encanto,
hasta su olor cambia.

Los años y el recuerdo son opositores,
regresamos a espacios vividos.
No los reconocemos.
Al poeta le asiste la razón:
“A los lugares donde fuimos felices no debemos volver.”

Ellos nos sienten como extraños,
intentamos hablarles,
revivir los momentos,
la magia,
lo subyugante del pasado,
el hechizo ya no es,
todo ha cambiado.
Tal vez sea yo,
no obstante, persisten,
con rostro cansado,
brazos cenizos,

Por Maria Herrera

 

Tú, eres responsable de la ambrosía de mi cuerpo
al que exploras entre lo sutil y montaraz,
eres la perfecta odisea en mi silueta,
donde tus aventuras me desbordan de pasión,
deseo que seas mi Poseidón…
dueño de mis mares, causante de mis elíxires,
el marino que bucea en mis humedades
saciando sus deseos y aumentando los míos,
porque solo tú conoces mi debilidad.
Regálame tu dicha, vuélvete el Dios de mis néctares,
agita hasta lo más profundo de mis anhelos terrenales,
inquieta mis carnes con tu lengua,
humedéceme como tú sabes,
y que sea ella, el tridente de tu reinado
provocando manantiales caóticos
en mi completa humanidad.
Concibe la calma a mi lujuria,
termina tus propósitos en mi cuerpo, en mi sexo…
y cuando lo hagas, te invito a ser mi Poseidón
una y mil veces más. 

 

 

Por Susana Esther Soba

 

La noche asume un cuerpo,
un desafío, una fascinación empecinada.
Por eso es que a la noche, como a un juego,
se la pierde total. O se la gana.


Allí nos encontramos los que somos
los antiguos amantes de la sombra.
No hay mujer que la iguale en el misterio.
Ni nadie es tan intensa y tan hermosa.


Afuera están las calles de mi pueblo
y a lo lejos el campo adormecido.
Pero yo estoy aquí, alucinado,
alegre, taciturno, desmedido.


Porque la noche desbarata siempre
los mecanismos de relojería.
Se burla de los códigos formales.
Nos lanza al gran tuteo con la vida.

Por Ixchel Arezcan

 

Me pregunto si ya me olvidaste,
porque yo aún te recuerdo.
Te tengo tan presente en cada
canción, en cada suspiro y
en cada susurro del viento.

Si aún me recuerdas
solo tienes que decirlo,
para correr a tu encuentro.
Pero si ya me olvidaste
entenderé que solo fuimos
un momento.
  
México,  24-05-2023

 

 

Por Federico García Lorca



Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. “Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre”, piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Esta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión. Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.
     No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales, que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Por Carlos Mastronardi

 

Incógnito eslabón de una cadena
cuyo extremo está siempre en el futuro,
animo ahora la infinita escena,
que requiere también actor oscuro.
Parte y razón de un orden que sustento
siquiera un día, como todo humano,
así me justifico y doy aliento
al mundo porvenir. No hay hombre vano.
Hoy me dejan los átomos dichosos
en la porción visible de la esfera,
donde respondo a fines misteriosos.
Sumada está mi condición precaria
al unánime plan, pues soy ligera,
fugaz burbuja, pero necesaria.

 

Tomado de: Molinos de viento Nº 49 (Boletín de Artes y Letras. Argentina-Enero 2023). (N. del E.).