Por Rolando Revagliatti


1.- Rolando Revagliatti: ¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?

Santiago Sylvester: Que la cosa iba literariamente en serio, lo supe más o menos a mis 17 años. Hasta entonces, todo había sido un poco de juego y otro poco de pose. Creo que a aquella convicción me llevó algún poema que ya no recuerdo y que prefiero no recordar, aunque suene a ingratitud. Lo cierto es que en esa época supe dos cosas: que tenía un destino en la poesía y que tenía que hacer todo lo posible para que eso fuera cierto.


2.- RR: ¿
Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad, con las contrariedades?

Por Naizomi Getav


Mi alma desafinada
canta las tristezas
recita en voz alta
lamentos y flaquezas...

Mi alma desafinada
grita a cuatro vientos,
espinas en la garganta
desgarre y lamentos...

Mi alma desafinada
caminante entre brasas
pies amputados
ayer ya no alcanza...

Foto de Jos Luis

(Entrevista a J. L. Rodríguez Ávalos.)

Por Pepe Sánchez

Por Naizomi Getav


Si quieres nos vamos lejos,
siguiendo el norte de una brújula
tan vieja y oxidada.

Si quieres abrimos las puertas
de un antiguo mapa arrugado
y sucio por todos lados.

Si quieres bailamos
con los peces en el mar
la canción que te gusta oírme cantar.

Si quieres mi amor
nos volvemos a enamorar
en el segundo que esta por empezar.

Por Rolando Revagliatti


1.- Rolando Revagliatti:
¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?

Nicolás Antonioli: Si tomo a la creación artística en general, podría decir que mi primera obra fue una ilustración en tinta china y crayones, sobre una madera de pino, que aún conservo porque se trataba de una tabla de picar que fue un regalo para el día de la madre. Tenía cuatro años y aún era analfabeto. La obra fue hecha en octubre del año 1989, bajo la más estricta presión y apuro, contrarreloj. En la misma aparecen unos seres demoníacos, cabezas con pies, sin manos (una suerte de protoemojis, ahora que lo pienso), pero lo más llamativo, que en realidad fue una observación de mi madre, fue la ilustración, casi se podría decir que vectorial, de una rata. Lo intrigante fue que había dibujado ese roedor sin siquiera haber visto uno antes. Ese dibujo, casi sin modificaciones, forma parte del logo de mi editorial Baldíos en la Lengua.

Por Gustavo Adolfo Bécquer

II

     Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.
     Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño hablase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.
     Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.
     Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.

Por José A. Goytisolo 


Alguna noche -las fogatas eran
de dolor o de júbilo-
la casa te veía desertar.

Te abrías a una vida
distinta, a un mundo
alegre como los ojos de un dios:
voces mayores, fuegos de artificio,
inacabable noche de San Juan
en tu estancia vacía...

El tiempo se agrandaba en los rincones,
se detenía en torno al corazón,
mientras el estruendo proseguía,
lejos, lejos, quién sabe si real.

Por Jaime Sabines

Tienes en verdad el tipo de belleza del Renacimiento. Aquellas madonas rollizas, estallantes, nido de lujuria y de pecado, provocando pensamientos no muy santos...
Pero tu rostro salvador establece el equilibrio.
Tu cabeza es de niña sometida al sueño.
Gestos de picardía, a veces, la levantan en encanto particular, y uno está de acuerdo ya con esa clara presencia de milagro.
El ovalo, la línea de besos que te dibuja, esa atmósfera enrarecida que te envuelve, todo te hace como una estampa antigua, viviente y transfigurada. En una palabra: linda, relinda. Como para adorarte siempre; como para estarte sintiendo aquí tan necesaria, tan íntima, tan mía.

 

 

Por Gutierre de Cetina


Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.

 

 

Por Italo Calvino

Para empezar os contaré una vieja leyenda. El emperador Carlomagno se enamoró, siendo ya viejo, de una muchacha alemana. Los nobles de la corte estaban muy preocupados porque el soberano, poseído de ardor amoroso y olvidado de la dignidad real, descuidaba los asuntos del Imperio. Cuando la muchacha murió repentinamente, los signatarios respiraron aliviados, pero por poco tiempo, porque el amor de Carlomagno no había muerto con ella. El Emperador, que había hecho llevar a su aposento el cadáver embalsamado, no quería separarse de él. El arzobispo Turpín, asustado de esta macabra pasión, sospechó un encantamiento y quiso examinar el cadáver. Escondido debajo de la lengua muerta encontró un anillo con una piedra preciosa. No bien el anillo estuvo en manos de Turpín, Carlomagno se apresuró a dar sepultura al cadáver y volcó su amor en la persona del arzobispo. Para escapar de la embarazosa situación, Turpín arrojó el anillo al lago de Constanza. Carlomagno se enamoró del lago de Constanza y no quiso alejarse nunca más de sus orillas.