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Por Jorge L. Borges
El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva.
Todo sucede por primera vez.
He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna, pero
qué puedo hacer con una palabra y con una mitología.
Los árboles me dan un poco de miedo. Son tan hermosos.
Los tranquilos animales se acercan para que yo les diga su nombre.
Los libros de la biblioteca no tienen letras. Cuando los abro surgen.
Al hojear el atlas proyecto la forma de Sumatra.
El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego.
En el espejo hay otro que acecha.
El que mira el mar ve a Inglaterra.
El que profiere un verso de Liliencron ha entrado en la batalla.
He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago.
He soñado la espada y la balanza.
Loado sea el amor en el que no hay poseedor ni poseída, pero los dos se entregan.
Loada sea la pesadilla, que nos revela que podemos crear el infierno.
El que desciende a un río desciende al Ganges.
El que mira un reloj de arena ve la disolución de un imperio.
El que juega con un puñal presagia la muerte de César.
El que duerme es todos los hombres.
En el desierto vi la joven Esfinge, que acaban de labrar.
Nada hay tan antiguo bajo el sol.
Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno.
El que lee mis palabras está inventándolas.
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Por Bárbara Calderón
soy yo
y te pido por favor: no lo contestes,
que se queden en ausencia las agrestes
cortas sílabas distantes de un aló.
Que mi amor despilfarrado renunció
transformando mi palabra en un tabú,
cual si fueran las agujas de un vudú
enterradas en mi lengua. Y calla que,
al llenarme de silencio, pensaré…
si no suena mi teléfono: Eres tú.
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La noche asume un cuerpo,
un desafío, una fascinación empecinada.
Por eso es que a la noche, como a un juego,
se la pierde total. O se la gana.
Allí nos encontramos los que somos
los antiguos amantes de la sombra.
No hay mujer que la iguale en el misterio.
Ni nadie es tan intensa y tan hermosa.
Afuera están las calles de mi pueblo
y a lo lejos el campo adormecido.
Pero yo estoy aquí, alucinado,
alegre, taciturno, desmedido.
Porque la noche desbarata siempre
los mecanismos de relojería.
Se burla de los códigos formales.
Nos lanza al gran tuteo con la vida.
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Por Simón Esain
La inteligencia se nos vuelve garra y llega a borbotar
ácido digestivo utilizado en pruebas externas
Laminados, aprendemos a sobrevolar el panorama
y lanzarnos sobre cualquier presa a la vista como halcones tenaces
golosos, hasta despedazarla en nombre del arte
y después
sus harapos al sol
De tal aprendizaje se trata nuestro presente hambre
Temas obras personajes un hecho cualquiera ofrecible
una escena cualquiera ofrendable
Y otros escapan revelandosé bajo nuestro pico para satisfacción plena
de la furia anidada en la peña matinal adonde la bruma desfila
Y lo demás importa menos se convierta en hierba lejana o polvo expeditivo
Haremos nueva desproporción nueva caza nueva rapiña desde lo alto
desde lejos. Nos perfeccionaremos nos afilaremos
Nuestro corazón funcionará al compás de los desgarrones en la piel abajo
Interiorizada. Fotografiada. Y si el ensañamiento se dispara se exacerba
las garras se dispararán tras él las alas multiplicarán su ritmo
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I
El crepúsculo comenzaba a extender sus ligeras alas de vapor sobre las pintorescas orillas del Segre, cuando después de una fatigosa jornada llegamos a Bellver, término de nuestro viaje.
Bellver es una pequeña población situada a la falda de una colina, por detrás de la cual se ven elevarse, como las gradas de un colosal anfiteatro de granito, las empinadas y nebulosas crestas de los Pirineos.
Los blancos caseríos que la rodean, salpicados aquí y allá sobre una ondulante sábana de verdura, parecen a lo lejos un bando de palomas que han abatido su vuelo para apagar su sed en las aguas de la ribera.
Una pelada roca, a cuyos pies tuercen éstas su curso, y sobre cuya cima se notan aún remotos vestigios de construcción, señala la antigua línea divisoria entre el condado de Urgel y el más importante de sus feudos.
A la derecha del tortuoso sendero que conduce a este punto, remontando la corriente del río y siguiendo sus curvas y frondosos márgenes, se encuentra una cruz.
El asta y los brazos son de hierro; la redonda base en que se apoya, de mármol, y la escalinata que a ella conduce, de oscuros y mal unidos fragmentos de sillería.
La destructora acción de los años, que ha cubierto de orín el metal, ha roto y carcomido la piedra de este monumento, entre cuyas hendiduras crecen algunas plantas trepadoras que suben enredándose hasta coronarlo, mientras una vieja y corpulenta encina le sirve de dosel.
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Incógnito eslabón de una cadena
cuyo extremo está siempre en el futuro,
animo ahora la infinita escena,
que requiere también actor oscuro.
Parte y razón de un orden que sustento
siquiera un día, como todo humano,
así me justifico y doy aliento
al mundo porvenir. No hay hombre vano.
Hoy me dejan los átomos dichosos
en la porción visible de la esfera,
donde respondo a fines misteriosos.
Sumada está mi condición precaria
al unánime plan, pues soy ligera,
fugaz burbuja, pero necesaria.
Tomado de: Molinos de viento Nº 49 (Boletín de Artes y Letras. Argentina-Enero 2023). (N. del E.).
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Sin embargo, algunas revelaciones hechas antes de morir por uno de sus secuaces, prisionero en las últimas refriegas, acabaron de colmar la medida, preocupando el ánimo de los más incrédulos. Poco más o menos, el contenido de su confusión fue éste:
Yo -dijo- pertenezco a una noble familia. Los extravíos de mi juventud, mis locas prodigalidades y mis crímenes por último, atrajeron sobre mi cabeza la cólera de mis deudos y la maldición de mi padre, que me desheredó al expirar. Hallándome solo y sin recursos de ninguna especie, el diablo sin duda debió sugerirme la idea de reunir algunos jóvenes que se encontraban en una situación idéntica a la mía, los cuales seducidos con la promesa de un porvenir de disipación, libertad y abundancia, no vacilaron un instante en suscribir a mis designios.
Estos se reducían a formar una banda de jóvenes de buen humor, despreocupados y poco temerosos del peligro, que desde allí en adelante vivirían alegremente del producto de su valor y a costa del país, hasta tanto que Dios se sirviera disponer de cada uno de ellos conforme a su voluntad, según hoy a mi me sucede.
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Por Naizomi Getav
Mi tierra hoy, es tierra de nadie,
es tierra de sangre, es tierra de miedo...
Se levanta el polvo que dormido estuvo,
se hace nube, huye de las balas.
Hoy mi tierra clama por justicia,
justicia ciega, ¡ámpulas, hediondo pus!
Hoy la noche es té de ajenjo...,
la canela quedó en las tazas
de sonrisas sin alma.
La noche no sabe a noche...,
tiene sabor a lobo feroz
al acecho de las ovejas.
De: Los narcisos de Naizomi (México).
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Por Simón Esain
(Cómo orbitar a la mujer y no perder la Luna en el intento)
A mediados del Siglo XX algunos muchachos aprendimos qué es orbitar, qué sería un satélite y qué es lo artificial. Y algunos otros muchachos aprendieron psicología. La mujer ya estaba alta ante nuestro deseo, una mitológica Luna irresistible para nuestra cohetería en ciernes.
De algún modo descubrimos que unas fuerzas entran en pugna para que un satélite alcance su órbita y se mantenga en ella, tanto como pretendiéramos cuando pretendíamos acariciarnos contra la anhelada. Cualquiera fuera el modo, pasábamos a preguntarnos de cuántas vueltas requiere una mujer. ¿Y de algunas volteretas? ¿Y qué pasa cuando ella te da vuelta? ¿O cuando se desenrosca? O peor, ¿cuando se desenvuelve?
De esto no enseñaban mucho los tangos que llegaban vivos a aquella época. Hablaban de no ovillarse, de desenvoltura, nada de amar desorbitadamente, esa cualidad sólo apreciada en la flamante escuela de aspirantes a astronautas.
Un tanguero Revagliatti se lo dice de entrada, diseñando un portal: ella y yo, socios de una aventura poética, limítrofe, liquidatoria.
Caía bien la psicología al corazón de una ciudad obsedida por la conquista, una otra conquista, la de acá y hasta acá, había sido y sería remedo callejero, propia de patios y veredas, baile nocturno y versos populares.
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1.- Rolando Revagliatti: Sé que has nacido en una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires donde tu padre atendía un almacén, despacho de bebidas y cancha de bochas. Y que siendo vos un pibito tu familia se trasladó al campo y te convertiste en pastor de ovejas y criador de vacunos, patos, ñandúes y zorrinos. ¿Cómo te recordás hoy en ese paisaje y cómo a tus padres y a tus hermanos? ¿Con qué libros, con qué autores te iniciaste como lector?
Simón Esain: Lo admito, Maipú es una ciudad pequeña, lo que llamamos un pueblo, en la panza escurridora y ventosa de la provincia. Sus habitantes, incluidos los que nunca sabrán montar a caballo ni ordeñar una vaca ni cómo se degüella un chancho, son tildados de ‘paisanos’ en ambas ciudades capitales cuya cercanía nos deshonra y nos desangra; pero ellos a su vez, se permiten diferenciarse otro tanto, llamando paisanos con justa razón, a los que viven en el campo, sea en ranchos o casas, que en aquellos tiempos eran y éramos muchos, muchos más que ahora, como grafica mi singladura. Éramos tantos que podíamos categorizarnos socioculturalmente en otros tres niveles, siempre descendentes, según he mirado.
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