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Por Maria Herrera
Pido perdón a mi cara fingida
por la crueldad de obligarla
al momento capturado
en un jardín pintando
por imágenes de mundos artificiales...
Solo pido perdón
a una de mis sombras […]
lúgubre brillo.
Tengo derecho a bañar
los soles de mi rostro...
A empotrar mi destino
en claustro del silencio que no avanza.
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Por Victoria Lovell
A quién contemplas ahora
(meciéndote mayo)
quizás aquella
traspasada por cuchillo
voz o sollozo más íntimo
de esas órbitas girando
de la nada a la nada
o de esa boquita que
por las noches sigue
berreando y son tantos,
ay los gemidos del olvido.
Debes pedir por favor
a los gatos que maúllen en celo
como niñitos jamás nacidos.
(de Jardines cerrados al público)
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Por Edgar Allan Poe
Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a esta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora. Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso. Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos.
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Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres.
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1.- Rolando Revagliatti: Me valgo de un dato, Victoria: tu madre es Profesora en Letras. ¿Armamos la constelación?
Victoria Lovell: Es así: mi madre, Ana María Calatroni, obtuvo su título en la primera promoción de la Facultad de Filosofía y Letras, la que en la actualidad se denomina de Humanidades y Artes. Mi padre, Filiberto Lovell, era ingeniero. Y tengo un hermano tres años menor, Ricardo. Mi abuelo, el doctor Alfredo Lovell, nacido en Marbella y de ascendencia inglesa, llegó a la Argentina en 1911. Junto con el doctor Juan Álvarez organizaron la actual Biblioteca Argentina. Y allí, donde mi abuelo fue el primer bibliotecario, por azar, estoy dictando un taller. La hermana de papá, Gloria Lovell, fue una de las primeras pediatras que hizo de la medicina un trabajo social. Fue la primera mujer directora del Hospital de Niños, y yo, su paciente. En la familia de mi padre había ciertos principios inclaudicables:
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Por Hugo A. Patuto
El cabello suelto como el dibujo de una galaxia,
las ganas de correr hacia el nudo mismo
cuando la tarde se piensa noche
dentro del código de la siembra.
Atenazado por el viento,
ese papel trae un reflejo dorado
que te nombra.
(Inédito)
Temblor agazapado
Vas a recorrer la mínima sensación del futuro
en el temblor agazapado que te desborda.
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Por Naizomi Getav
Se ha roto el tiempo;
un segundo y se hizo trizas...
¿No hay giros de manecillas?
¡A huelga los granos de arena!
De súbito no hay campana a la catedral
y el faro a mitad del mar, ha dejado de llorar,
se ha roto el cristal incoloro
y la bella crisálida es brillante cual oro.
Vuela la polilla en esta noche...
Sus alas son una fiesta a media luz,
se ha acomodado sobre un viejo reloj
causando con su fuerza grave temblor.
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soy llevado sobre circunferencias de acero
que ruedan sobre complacientes paralelas también de acero
chupo el cilindro forrado de papel
que contiene hojas tostadas encendidas en la punta
bebo en una vasija de cuarzo traslúcido
ese líquido compuesto de alcohol
mezclado con agua donde sube el gas en esferitas
esgrimo este otro cilindro de madera con eje de grafito
lo aplico sobre celulosa plana sumamente delgada
alzo por fin mi repugnante corazón sobre las olas correctas de la técnica
y consigo decir te quiero
De: Poesía de amor hispanoamericana. Editorial Casa, 2015. (N. del E.)
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Hugo A. Patuto nació el 26 de enero de 1961 en Conesa, provincia de Buenos Aires, la Argentina, y reside desde 1990 en otra ciudad de la misma provincia: Pergamino. Es Profesor Nacional de Castellano, Literatura y Latín. Fue uno de los fundadores, en 1982, del Grupo Literario “Disámara” de la ciudad de San Nicolás de los Arroyos, también en la provincia de Buenos Aires, donde dictó las conferencias “Ernesto Sábato: aproximación a su narrativa” (1988), “Federico, qué corazón!”, compartida con el poeta Astul Urquiaga, hijo (1997), “Homenaje a Roa Bastos” (1999) y el seminario “La metáfora: señal de la intemperie sin fin” (1997). Con el artista de las artes plásticas Sergio Bonzón y el actor Miguel Fanchovich organizó dos muestras pictórico-literarias en el Colegio ICADE de Pergamino (1997 y 1998).
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Vivo mi vida en círculos que se abren
sobre las cosas, anchos.
Tal vez no lograré cerrar el último
pero quiero intentarlo.
Giro en torno de Dios, antigua torre,
giro hace miles de años.
Y aún no sé si soy águila o tormenta
o si soy un gran cántico.
De: El libro de las horas
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