Por Sylvia Zárate Mancha

 

Derecha, inerme, altiva y a la vez misteriosa, se inclinaba en el barandal de su balcón la vieja mujer vestida de negro y el pelo recogido en un chongo, así pasaba las horas viendo hacia la calle donde transitaban pocos vehículos y algunos niños jugando. Su mirada era fría y dura, parecía de piedra frente a la algarabía infantil. Desde mi patio la miraba cuando salía a jugar con mis hermanos. Vivía en una vieja casona de comienzos del siglo XX, tenía dos pisos, sus numerosos cuartos servían de vivienda a ancianas que por alguna razón no poseían casas propias, o tal vez, sus parientes los llevaron a ese espacio pétreo cuya fachada estaba frente a mi casa.
     A mi temprana edad, no alcanzaba a comprender su soledad, no solo de ella, sino de todas las ancianas que vivían en aquel edificio enigmático y a la vez bello. Solían salir de la casona caminando lentamente y la mayoría de las ocasiones solas. Eran toda una incógnita, las veía embozadas, con su paso lerdo y con algunas pequeñas bolsas de su mandado; pasaban por el frente de mi reja y no volteaban, parecían autómatas. Casi todas vestían de negro, como si la edad les prohibiera lucir otros colores que encendieran su alma y corazón e iluminaran su existencia. Ellas tenían algo que quizás no valoraban: vida.

     Cerca de mi casa había un templo del Sagrado Corazón de Jesús, con sus altas torres blancas, eran los tiempos de profusiones eucarísticas, por lo que las campanas repicaban casi todo el día llamando a misa, la primera era a las 6:00 de la mañana, hora predilecta de las huéspedes de aquel asilo, no temían ni a la oscuridad ni a los ladrones ni al frío del invierno pues salían con apenas suéter y chal sobre su deteriorado cuerpo. Una vez terminados los oficios, regresaban y barrían el frente del asilo, turnándose para ello.
     Así transcurría la vida de aquellas mujeres, muy pocas veces se oía estacionar un auto. Recuerdo que corría hacia la reja para ver quién las visitaba. Había en mí algo de compasión para aquellas vidas solitarias y, tal vez, en desgracia. La mujer altiva y misteriosa se asomaba al balcón y así pasaba mucho tiempo. Solo un auto lujoso llegaba al asilo, de él bajaba un hombre con alguna caja. Mamá decía que esa visita era para esa mujer, hermana de un conocido revolucionario mexicano, quizás por eso su orgullo y altivez.
     Yo soñaba con visitar aquella casa enorme y sombría, me producía un poco de temor y demasiada curiosidad. ¿Por qué vivían así?, me preguntaba. ¿Por qué no tienen hijos, esposos, algún familiar? Mi mente infantil no acababa de entender esta situación. ¿O acaso los seres queridos ya nos las amaban? Sus amistades, ¿dónde estaban? Sin duda, debieron haber tenido una vida normal; sin embargo, ahora eran sombras que se deslizaban por sus pequeños cuartos, donde quizás dormían mucho soñando con sus 30 años diluidos por aquel compañero inseparable de todo ser humano: el tiempo, ese eterno que apaga toda ilusión, triunfo, salud y que engulle toda respiración hasta su último hálito de vida. Ellas también fueron hermosos bebés acunados por el inmenso y puro amor de las madres, cuyo regazo fue y es el mejor manto protector del ser humano.
     Dentro del asilo había una mujer no tan vieja, tendría unos 55 años de edad, de nombre Marta, los vecinos le decían Martita, su rostro era de los pocos amables, caminaba lento, aún y cuando no llegaba a los 60 años, en aquellos tiempos la gente envejecía rápido, el cuerpo parecía correr tras la muerte. Ahora es diferente, y los años se extienden aferrándose a la vida.
     Llegó el mes de diciembre, y con ello las luces de la ciudad norteña. Mis padres nos llevaban a ver la iluminación en el centro. Esas luces nunca se han apagado, año tras año las vuelvo a ver cómo aquel primer recuerdo de los días prenavideños y sus negocios con vidrieras repletas de luces, juguetes y nacimientos, incluso, vivientes. Mamá gustaba de cocinar ricos y bellos pasteles y galletas. Un día me dijo: “Vamos, hija, a llevar unos bizcochos al asilo”. Yo abrí muy grande los ojos y salté de gusto. Ahora sí era el momento de conocer aquel enigmático y vetusto edificio. Enseguida ayudé a mi madre con algunos trastes con galletas, después nos cruzamos la calle y ya estábamos frente al portón de madera que se encontraba entreabierto. Mamá entró con seguridad y confianza, ella ya lo había visitado y ahora yo la acompañaba. Caminamos por un largo y oscuro pasillo lleno de puertas, que eran las viviendas de las mujeres. Mis ojos azorados se movían rápido en todas las direcciones. Había un olor raro, por el paso de muchos años acumulados. Nos detuvimos casi al final del pasillo. Mi madre tocó a la puerta, después de unos minutos la vieja hoja de madera se abrió emitiendo un rechinido típico de esas casonas. Mi corazón latía fuerte, pensaba que aparecería una bruja vestida de negro, no fue así. Un rostro trigueño sonriente nos saludó, era Martita. Con una cortesía alegre nos invitó a pasar a su guarida, a su impenetrable mundo. También se recogía el cabello en la nuca y portaba un vestido gris, un poco suelto. Mamá la saludó y le ofreció las cajitas con panes, ella le correspondió invitándonos a pasar a su pequeña sala. De los muebles solo recuerdo un nicho grande de hierro y cristales, dentro había una Virgen con un rostro bello y un manto oscuro bordado de perlas y brillantes que le hacían parecer foquitos. Su figura me impresionó, como el hermoso nicho en que se encontraba. Mamá y Martita platicaron un buen rato y yo seguía absorta con aquella representación artística y a la vez doliente. Supongo que esa imagen haya sido el inicio de mi admiración y gusto por el arte sacro. La inquilina del asilo, no vivía sola (eso me agradó), compartía su limpio y modesto espacio dentro de aquella casona con su hermana mayor. Para mí fue un gran alivio saber que las dos se acompañaban.
     Después de esa primera visita fui con mi madre varias veces. Me gustaba ir y observar a las habitantes de ese último refugio de seres que han sido olvidados por sus familiares.
     Una tarde helada de enero mamá hizo chocolate caliente y me pidió le ayudara a preparar unos bizcochos pensando en su familia y en las mujeres del asilo. Tomó una jarra grande con la bebida, diciéndome: “Se la llevaremos a Martita y que ella reparta el chocolate entre sus vecinas.” Corrí a mi cuarto y me puse mi chamarra azul con borrega. Cruzamos la calle casi corriendo por el viento frío. Ahora yo fui la que llamé a la puerta. Nos abrió su hermana. Su rostro pálido, demacrado, parecía salir del fondo de la tierra. Mamá la observó. Guardó silencio por unos segundos. No necesitó de palabras para saber lo que había sucedido. La vieja empezó a llorar diciéndonos que su hermana había fallecido. Mamá caminó hacia la sencilla mesa y depositó la jarra con la bebida, después se dirigió a aquel cuerpo tembloroso, casi desprovisto de vida y la abrazó con compasión. Entonces recordé que días atrás, una tarde cuando jugaba en mi cuarto, se estacionó una carroza fúnebre frente al portón de la vetusta y misteriosa casa.


Los rostros

Su carro se deslizaba por la colina, en una mañana de emociones. Miró su reloj. Faltaba mucho tiempo para la hora de entrada a su trabajo, normalmente hacía quince minutos de trayecto. El corazón de Susana latía aprisa, sabía muy bien que ahora con tantos fraccionamientos que rodeaban al suyo los autos se habían multiplicado y las vías para transitar eran insuficientes, por lo que tardaba una hora y diez minutos para arribar a sus labores. Caía seguido en baches que arruinaban su auto. Tenía muchos minutos para reflexionar acerca de las ciudades y el mundo actual. Sus pies tocaban el embrague y freno, el avance era mínimo, lo que le permitía observar por el espejo retrovisor los rostros de las personas que iban a ambos lados y detrás de ella; las expresiones de las personas casi eran las mismas, parejas sin hablarse en kilómetros, cada uno en su mundo y distantes como dos perfectos extraños, hastiados de la vida o de su relación: las había con el rictus de enojados con la pareja o con los hijos. En especial, dos rostros le llamaron profundamente la atención: un padre con una expresión demasiado adusta que ignoraba a su hijo adolescente que, a la vez, hacía notables esfuerzos por ausentarse virtualmente del auto, demostrando su aversión al padre.
     Susana se desesperaba, sentía que no llegaría a tiempo a su trabajo. Se distraía bastante observando las caras de los conductores. Los motociclistas iban y venían con exceso de personas en su máquina y algunos sin casco. Se condolía al ver a las familias haciendo malabares para no caer de la moto. Una vez contó al matrimonio, dos niños y un bebé al frente. Reflexionaba sobre las carencias materiales de millones de seres. A su lado conducía una joven que, irresponsable, tomaba el volante con una mano y con la otra se maquillaba y se miraba en el espejo, por la pericia desplegada intuía que lo hacía a diario (obviamente es floja, pensaba Susana).
     Sus ojos se elevaron y vio el nacimiento del amanecer, los colores iban de un tono amarillo pálido hasta ir creciendo y teñir el cielo con franjas de color amarillo más intenso. Veía a cada rato su reloj, se impacientaba, no concebía la poca o nula capacidad de las autoridades para trazar ciudades funcionales y no “cuellos de botellas”, donde se estanca y amontona la gente. Había conductores que se desesperaban por llegar a su destino y en el camino iban cometiendo atropellos sobre atropellos. Susana solo movía la cabeza en señal de reprobación por lo mal que conducían los automovilistas. Iba tan ensimismada que no se dio cuenta que un hombre con el rostro desencajado y con la huella reconocible en su rostro de haber ingerido drogas se le había trepado en el cofre de su auto y desde allí le limpiaba el parabrisas con una franela sucia. Susana no pudo contener su rabia y le gritó que parara y dejara de hacerlo. No hubo reacción del tipo. La luz verde indicaba el avance de los autos y Susana enojada tocaba el claxon desesperada, solo así el hombre se bajó de su auto.
     En esas condiciones circulaba, tenía mucho tiempo para mirar a su alrededor. Veía innumerables mujeres caminando solas, llevando un bebé y hasta hijos adolescentes a la escuela. Demasiado era el esfuerzo de esas señoras que cargaban bolsas, pañaleras, mochilas, a pesar de las inclemencias del tiempo. Susana se preguntaba por los padres de todos esos menores y se contestaba a sí misma que tal vez estarían trabajando. ¿O no?  De pronto, se escuchó el ulular de una sirena, cada segundo se acercaba más a su auto y en sentido contrario como suelen manejar las patrullas de los policías para ganar tiempo y así avanzar en forma expedita, aunque los accidentes eran seguidos. Circulaba por la avenida, cuando observó a la vendedora de periódicos que prácticamente toreaba a los autos diariamente, a pesar de que ya había sido atropellada. La saludó, se conocían a fuerza de verse diariamente. Casi todos los conductores a esa hora eran trabajadores, por lo que llamó su atención una pareja de ancianos que, callados, con su cara de inmensa tristeza iban en un auto viejo; ella llevaba una pañoleta en su cabeza, y él la mirada clavada en el frente, así recorrieron un largo trecho atrás de Susana. Ella pensaba que entre ellos ya no había nada que conocer, platicar, disfrutar o amar; la vida para ellos ya no les podía ofrecer nada. Aún las caras de los jóvenes que veía, conducían con un gesto adusto, aunque algunos llevaban música estridente y con celular en mano amenazaban con chocar a los demás autos. Circulaban innumerables pipas con gas y camiones de transporte escolar. Esa era la rutina de Susana. La ahogaba y le producía un malestar diario. Pensaba en sus padres que habían tenido una vida mejor, con tranquilidad, ya que en sus tiempos no había tanta gente ni autos, ni la excesiva violencia casi en cada persona. Miró hacia el camellón, algo había que no alcanzaba a distinguir por el arremolinamiento de la gente; bajó el vidrio de su ventanilla y preguntó a un transeúnte qué pasaba: el joven le contestó que era un infeliz que trató de asaltar a una señora, solo que esta se defendió con un arma blanca que traía y le ha inferido una lesión en su brazo derecho. Oh, vago, el pan de cada día en estos tiempos. Ella miró nuevamente su reloj y pensó en que no llegaría a tiempo a su trabajo, los mirones eran numerosos a pie y en autos, entorpeciendo el libre tránsito de vehículos. A lo lejos se oía el ulular de sirenas de patrullas y ambulancias. Sintió que era demasiado, tomó su teléfono celular, buscó en su WhatsApp el perfil del jefe de su oficina, mandó un mensaje diciéndole lo que estaba pasando en su trayecto, esperó y vio una sola palomita, el señor debía estar durmiendo y con el celular apagado. Soltó bruscamente el aparato en el sillón del copiloto y no tuvo más remedio que esperar a que se dispersara la gente y su morbo adherido a su ADN. Así pasaron varios minutos, cuando un agente de tránsito daba el paso a los conductores de vehículos, que embobados en los hechos no se daban cuenta del libre tránsito. Susana comenzó a tocar el claxon y la gente comenzó a despejar la vía pública. Siguió su camino, aún le faltaba un largo trecho cuando vio que atrás de su auto venía una pareja joven, el hombre manoteaba y pegaba fuertemente en el volante, al mismo tiempo que vociferaba; ella con los hombros bajos y sumidos no se atrevía a articular palabra, en el asiento trasero iba un pequeño de siete años aproximadamente que lloraba. La luz verde del semáforo le indicaba la continuación de su camino. Pensó: ¿cuántas historias se destruyen o deshacen cada día? Algo le llamaba poderosamente la atención: en el trayecto no había caras amables, alegres, satisfechas, todas tenían un rictus de tristeza, enojo, frustración, desesperación; solo la vendedora de periódicos tenía sus ojos llenos de esperanza y ánimo por estar viva. Meditó que tal vez los rostros felices aún no soltaban la cama.
     Faltaba poco para llegar a su oficina, cuando un carro de esos que cuestan varios años de salario se le atravesó en una calle que aparentaba calma; si ella no hubiera frenado, el costoso y elegante vehículo la hubiera impactado, solo atinó a tocar el claxon con furia y notó cómo el hombre que conducía sonreía de forma burlona. A su lado iba un señor de mediana edad que ni se le alborotó ningún cabello, porque sabía claramente que su posición política lo salvaba de cualquier atropello o hecho delictuoso. Susana conocía bien a ese politiquillo ratero que transitaba impunemente por la ciudad. Luego del incidente, compuso la marcha de su auto, dio la vuelta, se estacionó frente al edifico de su trabajo, caminó a su oficina alegrándose de no encontrar a nadie en el inmueble, solo oyó una voz de hombre que provenía del segundo piso y decía: “Otro día más. Qué aburrición, tuve que llevar a mi esposa a su trabajo, ya que su auto se descompuso”. Susana reflexionó: “En la actualidad, al parecer, nadie es feliz ni tiene satisfacción con lo que hace de su existencia y dijo en voz alta: “Solamente ver el amanecer cada día y su reflejo en las pupilas de las personas es suficiente para abrazar la vida y seguir”.