Por Naizomi Getav

Se ha roto el tiempo;
un segundo y se hizo trizas...
¿No hay giros de manecillas?
¡A huelga los granos de arena!

De súbito no hay campana a la catedral
y el faro a mitad del mar, ha dejado de llorar,
se ha roto el cristal incoloro
y la bella crisálida es brillante cual oro.

Vuela la polilla en esta noche...
Sus alas son una fiesta a media luz,
se ha acomodado sobre un viejo reloj
causando con su fuerza grave temblor.

Por César Fernández Moreno

soy llevado sobre circunferencias de acero
que ruedan sobre complacientes paralelas también de acero
chupo el cilindro forrado de papel
que contiene hojas tostadas encendidas en la punta
bebo en una vasija de cuarzo traslúcido
ese líquido compuesto de alcohol
mezclado con agua donde sube el gas en esferitas
esgrimo este otro cilindro de madera con eje de grafito
lo aplico sobre celulosa plana sumamente delgada
alzo por fin mi repugnante corazón sobre las olas correctas de la técnica
y consigo decir te quiero

De: Poesía de amor hispanoamericana. Editorial Casa, 2015. (N. del E.)

 

Por Rolando Revagliatti

Hugo A. Patuto nació el 26 de enero de 1961 en Conesa, provincia de Buenos Aires, la Argentina, y reside desde 1990 en otra ciudad de la misma provincia: Pergamino. Es Profesor Nacional de Castellano, Literatura y Latín. Fue uno de los fundadores, en 1982, del Grupo Literario “Disámara” de la ciudad de San Nicolás de los Arroyos, también en la provincia de Buenos Aires, donde dictó las conferencias “Ernesto Sábato: aproximación a su narrativa” (1988), “Federico, qué corazón!”, compartida con el poeta Astul Urquiaga, hijo (1997), “Homenaje a Roa Bastos” (1999) y el seminario “La metáfora: señal de la intemperie sin fin” (1997). Con el artista de las artes plásticas Sergio Bonzón y el actor Miguel Fanchovich organizó dos muestras pictórico-literarias en el Colegio ICADE de Pergamino (1997 y 1998).

Por Rainer María Rilke

Vivo mi vida en círculos que se abren
sobre las cosas, anchos.
Tal vez no lograré cerrar el último
pero quiero intentarlo.

Giro en torno de Dios, antigua torre,
giro hace miles de años.
Y aún no sé si soy águila o tormenta
o si soy un gran cántico.

De: El libro de las horas

 

Por Edgar Allan Poe

Durante mucho tiempo, la «Muerte Roja» había devastado la región. Jamás pestilencia alguna fue tan fatal y espantosa. Su avatar era la sangre, el color y el horror de la sangre. Se producían agudos dolores, un súbito desvanecimiento y, después, un abundante sangrar por los poros y la disolución del ser. Las manchas purpúreas por el cuerpo, y especialmente por el rostro de la víctima, desechaban a esta de la Humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la enfermedad eran cuestión de media hora. Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, reunió a un millar de amigos fuertes y de corazón alegre, elegidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos constituyó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, una creación del propio príncipe, de gusto excéntrico, pero grandioso. Rodeábala un fuerte y elevado muro, con sus correspondientes puertas de hierro. Los cortesanos, una vez dentro, se sirvieron de hornillos y pesadas mazas para soldar los cerrojos.

Por Juan Bosch

La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mata; el sol de acero, de tan candente al rojo --un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí sobre el lomo de la carretera.
     Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de muy lejos; sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.
     La muerte atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.
     A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.
     También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las canas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

Por Victoria Lovell 

A quién contemplas ahora
(meciéndote mayo)
quizás aquella
traspasada por cuchillo
voz o sollozo más íntimo
de esas órbitas girando
de la nada a la nada
o de esa boquita que
por las noches sigue
berreando y son tantos,
ay los gemidos del olvido.
Debes pedir por favor
a los gatos que maúllen en celo
como niñitos jamás nacidos.

(de Jardines cerrados al público)

Por Hugo A. Patuto 

El cabello suelto como el dibujo de una galaxia,
las ganas de correr hacia el nudo mismo
cuando la tarde se piensa noche
dentro del código de la siembra.
Atenazado por el viento,
ese papel trae un reflejo dorado
que te nombra.

(Inédito)


Temblor agazapado

Vas a recorrer la mínima sensación del futuro
en el temblor agazapado que te desborda.

Por Julio Cortázar

A G.H., que me contó esto con una gracia que no encontrará aquí.

¿Cuándo lo había visto desnudo por última vez?

Casi no era una pregunta, usted estaba saliendo de la cabina, ajustándose el sostén del bikini mientras buscaba la silueta de su hijo que la esperaba al borde del mar, y entonces eso en plena distracción, la pregunta pero una pregunta sin verdadera voluntad de respuesta, más bien una carencia bruscamente asumida: el cuerpo infantil de Roberto en la ducha, un masaje en la rodilla lastimada, imágenes que no habían vuelto desde vaya a saber cuándo, en todo caso meses y meses desde la última vez que lo había visto desnudo; más de un año, el tiempo para que Roberto luchara contra el rubor cada vez que al hablar le salía un gallo, el final de la confianza, del refugio fácil entre sus brazos cuando algo dolía o apenaba;

Por Rolando Revagliatti

 1.- Rolando Revagliatti: Me valgo de un dato, Victoria: tu madre es Profesora en Letras. ¿Armamos la constelación?

Victoria Lovell:  Es así: mi madre, Ana María Calatroni, obtuvo su título en la primera promoción de la Facultad de Filosofía y Letras, la que en la actualidad se denomina de Humanidades y Artes. Mi padre, Filiberto Lovell, era ingeniero. Y tengo un hermano tres años menor, Ricardo. Mi abuelo, el doctor Alfredo Lovell, nacido en Marbella y de ascendencia inglesa, llegó a la Argentina en 1911. Junto con el doctor Juan Álvarez organizaron la actual Biblioteca Argentina. Y allí, donde mi abuelo fue el primer bibliotecario, por azar, estoy dictando un taller. La hermana de papá, Gloria Lovell, fue una de las primeras pediatras que hizo de la medicina un trabajo social. Fue la primera mujer directora del Hospital de Niños, y yo, su paciente. En la familia de mi padre había ciertos principios inclaudicables: