Por Naizomi Getav


Mi alma desafinada
canta las tristezas
recita en voz alta
lamentos y flaquezas...

Mi alma desafinada
grita a cuatro vientos,
espinas en la garganta
desgarre y lamentos...

Mi alma desafinada
caminante entre brasas
pies amputados
ayer ya no alcanza...

Por Gustavo Adolfo Bécquer

II

     Entre los monteros de don Dionís había uno llamado Garcés, hijo de un antiguo servidor de la familia, y por tanto el más querido de sus señores.
     Garcés tenía poco más o menos la edad de Constanza, y desde muy niño hablase acostumbrado a prevenir el menor de sus deseos y a adivinar y satisfacer el más leve de sus antojos.
     Por su mano se entretenía en afilar en los ratos de ocio las agudas saetas de su ballesta de marfil; él domaba los potros que había de montar su señora; él ejercitaba en los ardides de la caza a sus lebreles favoritos y amaestraba a sus halcones, a los cuales compraba en las ferias de Castilla caperuzas rojas bordadas de oro.
     Para con los otros monteros, los pajes y la gente menuda del servicio de don Dionís, la exquisita solicitud de Garcés y el aprecio con que sus señores le distinguían, habíanle valido una especie de general animadversión, y al decir de los envidiosos, en todos aquellos cuidados con que se adelantaba a prevenir los caprichos de su señora, revelábase su carácter adulador y rastrero. No faltaban, sin embargo, algunos que, más avisados o maliciosos, creyeron sorprender en la asiduidad del solícito mancebo algunas señales de mal disimulado amor.

Por Sylvia Zárate Mancha


El poeta buscó sus gafas para leer, ya no era joven y tenía que ver a través de ellas. El tiempo resultaba un amigo incómodo, no era el mismo. La luz de la computadora le molestaba, sus antiguas máquinas mecánicas estaban en el cuarto de los objetos guardados y olvidados, que solo acumulan polvo y arañas. Sin embargo, las extrañaba, así como su juventud en que no tenía que usar anteojos para escribir ni pagar internet. Caminó hacia el comedor, echó un rápido vistazo, solo vio los platos sucios llenos de restos de comida. Había bebido dos días seguidos sin haber perdido el juicio, era un buen bebedor. Ahora su vista recorría el sofá donde se había dormido esperando a las musas, que esta vez no llegaron. Llevaba varios días sin poder terminar una novela, acerca de la frivolidad y la condición humana en muchos escritores. Le faltaba el último capítulo, que prácticamente era innecesario, pues en los anteriores había descuartizado con satisfacción extrema a sus colegas. Miró el reloj de pared, marcaba las 10:00 a.m. Pensó que era tarde, se dispuso a preparar un café, encendió un cigarrillo, a pesar de las advertencias médicas de un posible enfisema pulmonar si seguía fumando. Ya con el café en la mano, volvió al estudio y se dispuso a continuar la novela, que trataba de un grupo de amigos que se decían escritores y poetas; los mismos creaban grupos, asociaciones, con la finalidad de publicar sus obras en todos los posibles espacios culturales y en las redes sociales.

Por Rolando Revagliatti


1.- Rolando Revagliatti:
¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?

Nicolás Antonioli: Si tomo a la creación artística en general, podría decir que mi primera obra fue una ilustración en tinta china y crayones, sobre una madera de pino, que aún conservo porque se trataba de una tabla de picar que fue un regalo para el día de la madre. Tenía cuatro años y aún era analfabeto. La obra fue hecha en octubre del año 1989, bajo la más estricta presión y apuro, contrarreloj. En la misma aparecen unos seres demoníacos, cabezas con pies, sin manos (una suerte de protoemojis, ahora que lo pienso), pero lo más llamativo, que en realidad fue una observación de mi madre, fue la ilustración, casi se podría decir que vectorial, de una rata. Lo intrigante fue que había dibujado ese roedor sin siquiera haber visto uno antes. Ese dibujo, casi sin modificaciones, forma parte del logo de mi editorial Baldíos en la Lengua.

Por Gutierre de Cetina


Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquel que os mira,
no me miréis con ira,
porque no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.

 

 

Por Maria Herrera


El inicio de la noche
abraza las vísceras de cada día,
el pecho se convierte en piedra,
queriendo asustar…
y seguís allí,
encerrando el alma en cera
con promesas lustradas,
con tu voz cavando la fosa
para mi voluntad. 
Yo revivo los muertos
de mi pasado otra vez y otra…
hasta el último ápice de culpa
atada a las espaldas doblegadas que cargo;
nada invade la mente que te adorna.
Pero… la esencia de tanto caos
finalmente se impregna en mí
y ya nada es tranquilo como una tumba.
Tus mil y unas lenguas ahora están muertas
y todo volvió a ser silencio después de morir,
hoy, me devolví a la vida
y en ella no estás.

Por Jaime Sabines

Tienes en verdad el tipo de belleza del Renacimiento. Aquellas madonas rollizas, estallantes, nido de lujuria y de pecado, provocando pensamientos no muy santos...
Pero tu rostro salvador establece el equilibrio.
Tu cabeza es de niña sometida al sueño.
Gestos de picardía, a veces, la levantan en encanto particular, y uno está de acuerdo ya con esa clara presencia de milagro.
El ovalo, la línea de besos que te dibuja, esa atmósfera enrarecida que te envuelve, todo te hace como una estampa antigua, viviente y transfigurada. En una palabra: linda, relinda. Como para adorarte siempre; como para estarte sintiendo aquí tan necesaria, tan íntima, tan mía.

 

 

Por Gustavo Adolfo Bécquer


I

En un pequeño lugar de Aragón; y allá por los años de mil trescientos y pico, vivía retirado en su torre señorial un famoso caballero llamado don Dionís, el cual después de haber servido a su rey en la guerra contra infieles, descansaba a la sazón, entregado al alegre ejercicio de la caza, de las rudas fatigas de los combates.
     Aconteció una vez a este caballero, hallándose en su favorita diversión acompañado de su hija, cuya belleza singular y extraordinaria blancura le habían granjeado el sobrenombre de Azucena, que como se les entrase a más andar el día engolfados en perseguir a una res en el monte de su feudo, tuvo que acogerse, durante las horas de la siesta, a una cañada por donde corría un riachuelo, saltando de roca en roca con un ruido manso y agradable.
     Haría cosa de unas dos horas que don Dionís se encontraba en aquel delicioso lugar, recostado sobre la menuda grama a la sombra de una chopera, departiendo amigablemente con sus monteros sobre las peripecias del día, y refiriéndose unos a otros las aventuras más o menos curiosas que en su vida de cazadores les habían acontecido, cuando por lo alto de la más empinada ladera y a través de los alternados murmullos del viento que agitaba las hojas de los árboles, comenzó a percibirse, cada vez más cerca, el sonido de una esquililla semejante a la del guión de un rebaño.

LennonBy John Lennon


“When you do something noble and beautiful and nobody noticed, do not be sad. For the sun every morning is a beautiful spectacle and yet most of the audience still sleeps.”



No estés triste

Por John Lennon


“Cuando hagas algo noble y bello y nadie lo nota, no estés triste. Porque el sol cada mañana es un bello espectáculo; sin embargo, la mayoría de la audiencia todavía duerme”.

Foto de Jos Luis

(Entrevista a J. L. Rodríguez Ávalos.)

Por Pepe Sánchez