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Cuando te aventures hacia Ítaca,
desea que largo sea el camino,
repleto de peripecias,
repleto de saberes,
no temas a los Lestrigones,
ni a los Cíclopes,
ni al encolerizado Poseidón,
en tu camino nunca te los encontrarás,
si permanece elevado tu pensamiento,
si una selecta
emoción roza tu ánimo y cuerpo.
Ni con los Lestrigones,
ni con los Cíclopes,
ni con el fiero Poseidón te toparás,
si no los arrastras contigo en tu alma,
si tu alma no los pone ante ti.
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Por Irma Verolín
En el poemario Infamélica Rolando Revagliatti emplea el desliz irónico, el doblez, el juego del pensamiento que nunca es liso, que se despliega en sus muchas dimensiones y matices para ofrecernos un compendio de la condición humana. Comulgamos de esta forma con una cantidad de perfiles expuestos en determinadas situaciones íntimas y desgajadas. Libro constituido por poemas que se encuentran al borde de la reflexión sagaz, burlesca e, incluso, alucinada. Poesía de conclusión en tanto el poema se muestra como el resultado final de un proceso de indagación, los mecanismos de descubrimiento permanecen ocultos, motivo por el cual el poema adquiere cierto carácter de revelación, una suerte de epifanía matizada con el juego de fricción que aporta la mirada irónica.
El poema surge entonces como resultado final de una ardua exploración. El desarrollo que hizo arribar a ese resultado está fuera del campo del texto, pero permite entrever una historia como si el poema fuera la pieza final de un rompecabezas. Si lo que se muestra es la revelación o el acto de descubrimiento, la poesía es casi cercana a lo oracular, aunque lo que devino haya sido un proceso de agudo trabajo de discernimiento. El juego irónico deja deslizar un borde de melancolía, cada poema se perfila a la manera de una sesgada postal de la existencia humana. Y es tal la captación, que ese fragmento funciona como la parte por el todo, por lo que, siguiendo la lógica del holograma, el detalle contiene la totalidad de un modo perfecto.
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Él me pidió que leyera un mapa.
Preferí leer en Braille su piel,
recorrer con mis dedos su geografía.
Suavemente,
con paciencia y humedad,
con tierna tibieza,
bordeando planicies, montes, rocas
y picos.
Comisuras y entresijos, manglares
y pastizales;
ríos venosos, resbaladizos;
sitios rosas, blanquioscuros.
Al final del recorrido, dos estrellas iluminaron mis ojos
y yo deposité el Sol dentro de mí.
En el solaz de la cadencia
se nos perdió la conciencia
y fue encontrada más tarde,
entre la lasitud y el amanecer.
No, yo no quiero leer ningún mapa:
yo prefiero leerlo a él.
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Por Vicente Huidobro
(fragmento)
¿Por qué quieres salir de tu destino?
¿Por qué quieres romper los lazos de tu estrella
Y viajar solitario en los espacios
Y caer a través de tu cuerpo de tu zenit a tu nadir?
No quiero ligaduras de astro ni de viento
Ligaduras de luna buenas son para el mar y las mujeres
Dadme mis violines de vértigo insumiso
Mi libertad de música escapada
No hay peligro en la noche pequeña encrucijada
Ni enigma sobre el alma
La palabra electrizada de sangre y corazón
Es el gran paracaídas y el pararrayos de Dios
Pegado a tu camino como roca
Viene la hora del sortilegio resignado
Abre la mano de tu espíritu
El magnético dedo
En donde el anillo de la serenidad adolescente
Se posará cantando como el canario pródigo
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…Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y plácido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón aquel de mi huerto florido y encalado,
mi espíritu errará nostáljico…
Y yo me iré; y estaré solo, sin hogar, sin árbol
verde, sin pozo blanco,
sin cielo azul y plácido…
Y se quedarán los pájaros cantando.
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1.- Rolando Revagliatti: ¿Cuál fue tu primer acto de “creación”, a qué edad, de qué se trataba?
Rafael Felipe Oterino: Debo retrotraerme a mis doce o quince años, en La Plata, a un día violento de otoño en el que las hojas de los plátanos volaban y se arremolinaban en la vereda con el anuncio de una tormenta inminente. Ahí me cayeron unas primeras líneas que bosquejaban la idea de un mundo sustraído de su orden, arrebatado por el torbellino del viento y seguido en mí de algo interior parecido a un reclamo de piedad. No hago esfuerzos por recordar esos versos (más bien, hago el esfuerzo de olvidarlos), ya que dicho primer intento no era más que una expresión subjetiva y no la pieza literaria y susceptible de compartir que constituye un poema.
2- RR: ¿Cómo te llevás con la lluvia y cómo con las tormentas? ¿Cómo con la sangre, con la velocidad, con las contrariedades?
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Tengo miedo a perder la maravilla
de tus ojos de estatua, y el acento
que de noche me pone en la mejilla
la solitaria rosa de tu aliento.
Tengo pena de ser en esta orilla
tronco sin ramas; y lo que más siento
es no tener la flor, pulpa o arcilla,
para el gusano de mi sufrimiento.
Si tú eres el tesoro oculto mío,
si eres mi cruz y mi dolor mojado,
si soy el perro de tu señorío,
no me dejes perder lo que he ganado
y decora las aguas de tu río
con hojas de mi otoño enajenado.
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Por Roque Dalton
Amo tu desnudez
porque desnuda te bebo con los poros
como hace el agua cuando entre sus paredes me sumerjo.
Tu desnudez derriba con su calor los límites,
me abre todas las puertas para que te adivine,
me toma de la mano como un niño
que en ti dejara quietas sus preguntas.
Tu piel dulce y salobre que respiro y que sorbo
pasa a ser mi universo, el credo que me nutre,
la aromática lámpara que alzo estando ciego
cuando junto a las sombras los deseos me ladran.
Cuando te me desnudas con los ojos abiertos
cabes en una copa vecina de mi lengua,
cabes entre mis manos como el pan necesario,
cabes bajo mi cuerpo más cabal que su sombra.
El día en que te mueras te enterraré desnuda
para que limpio sea tu reparto en la tierra,
para poder besarte la piel en los caminos,
trenzarte en cada río los cabellos dispersos.
El día en que te mueras te enterraré desnuda
como cuando naciste de nuevo entre mis piernas.
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Antes que nada, Don Quijote de la Mancha, la inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de La Mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras. Lo anima un designio enloquecido: resucitar el tiempo eclipsado siglos atrás (y que, por lo demás, nunca existió) de los caballeros andantes, que recorrían el mundo socorriendo a los débiles, “desfaciendo entuertos” y haciendo reinar una justicia para los seres del común que de otro modo éstos jamás alcanzarían, del que se ha impregnado leyendo las novelas de caballerías, a las que él atribuye la veracidad de escrupulosos libros de historia. Este ideal es imposible de alcanzar porque todo en la realidad en la que vive el Quijote lo desmiente: ya no hay caballeros andantes, ya nadie profesa las ideas ni respeta los valores que movían a aquellos, ni la guerra es ya un asunto de desafíos individuales en los que, ceñidos a un puntilloso ritual, dos caballeros dirimen fuerzas.
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Por Jacques Prévert
Ha puesto el café
En la taza
Ha puesto la leche
En la taza de café
Ha puesto el azúcar
El café con leche
Con la cucharilla
Lo ha movido
Ha bebido el café con leche
Y ha dejado la taza
Sin hablarme
Ha encendido un cigarrillo
Ha hecho círculos
Con el humo
Ha echado las cenizas
Al cenicero
Sin hablarme
Sin mirarme
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