Por Amelia Apolinario

 

A diferencia del resto de sus compañeros de aula, Raúl no le tenía miedo a los truenos. Su mamá le había dicho que los estruendos que escuchaba eran provocados por gigantes muy torpes que movían escaparates de un lugar a otro, pues las gigantas son muy pizpiretas y todo el tiempo cambian los muebles de lugar.
Mientras sus amiguitos temblaban de miedo con las manos en la cabeza, él imaginaba a los gigantes, de aquí para allá con esos armatostes y a sus inconformes esposas:
     —¡Ahí no! Te dije que lo pusieras cerca del espejo, así podré verme la ropa puesta antes de decidirme… ruédalo un poco más a la izquierda…no, no, un poquito más a la derecha… no tanto…—y así. A Raúl le divertía imaginarse a las gigantas con la cabeza llena de rulos y la cara verde por una mascarilla de aguacate y aceite como las que se untaba su mamá.
     Los gigantes seguramente tendrían hijos gigantes, algunos ayudarían a su padre con el pesado trabajo mientras que otros estarían tumbados en el sofá todo el día. Los gigantes además tendrían perros, que ladrarían mucho y les entorpecerían el paso al metérsele entre las piernas para jugar y a diferencia de los seres humanos; los gigantes no les darían puntapiés para que se estuvieran quietos. No. Ellos respetarían mucho a los animales y de seguro les lanzarían una pelota al jardín de nubes para que dejaran de estorbarles.

     Las gigantas tendrían amigas y se visitarían únicamente para dos cosas: quejarse de sus esposos por lo lentos que eran al rodar escaparates y para hablar de comprarse más ropa. Por supuesto, los gigantes no querrían ese despilfarro:
     —¿Acaso no tienes suficientes vestidos ya?—les dirían—. ¿Crees que somos ricos? El cultivo de nubes no da para tanto…—y darían un sonoro portazo luego de dejarlas con la palabra en la boca.
     Pero las gigantas no iban a quedarse así, no señor: los esperarían a su regreso con una deliciosa sopa de estrellas y luego de un par de besos, les quitarían hasta el último centavo.
     Los gigantes no estarían felices en su matrimonio y preferirían quedarse a trabajar en el campo de nubes antes de volver a su casa para rodar otra vez escaparates. Por eso sería común que los gigantes se fueran a vivir con otros gigantes, también aburridos de sus esposas. Al principio ellas no estarían de acuerdo, pero a ellos no les importaría porque vivirían contentos, ya sin tener que deslomarse para rodar muebles.
     —Raúl…
     El niño pegó un brinco al escuchar la voz de su maestra:
     —Ya escampó—le dijo, luego de señalarle el ventanal por el que se asomaban con timidez unos rayitos de Sol.
     Atolondrado, el chiquillo guardó sus libretas en la mochila. A la salida de la escuela, Raúl se preguntó qué pasaría entonces con las gigantas, ¿se irían a vivir ellas también con otras gigantonas? ¡Claro que sí!         ¿Qué pensarían los niños gigantes de sus padres? ¿Les gustaría vivir con dos papás o dos mamás?... A él no le molestaría, ¡por el contrario! ¡Ojalá tuviera dos madres y dos padres que se preocuparan por él!
     Ya estaba muy cerca de su casa cuando aminoró el paso. No quería llegar. Desde la otra acera se escuchaba el escándalo de sus padres y pensó en sentarse en el contén a esperar que se calmaran.
     De pronto, el cielo se puso muy negro y el trueno más fuerte que hubiera escuchado lo hizo estremecerse. Pensó que tal vez los gigantes no rodaban escaparates después de todo, sino que los lanzaban entre ellos con furia, como mismo harían sus padres.

 

Con este texto la autora obtuvo Premio en el Concurso Nacional “Benigno Rodríguez” 2024, Los Arabos, Matanzas, Cuba. (N. del E.).