Por Olga L. Martínez

El ángel sigue solo. Acurrucado entre los árboles, en el bosque casi azul, casi mustio. Inmóvil. De espaldas. Sus alas, presas. El cielo, lejos. Y no hay ramas que se estiren para salvarlo. Los gigantes siguen rodeando su pequeño cuerpo desnudo. Duele la mirada. El miedo no consigue ver el susto. No sabe distinguir entre un bosque azul y uno auténtico, donde pueda posarse un pajarillo.

Por Fabiola García

Sé que no estás,
pero te busco.
Te busco en el calor
de nuestro lecho,
en el lugar que ocupabas
en la mesa,
en las multitudes,
en las calles,
en el timón del ómnibus
en que viajo.
Te busco en la mente
para ver tu imagen.
Extraño el beso tras la puerta
al despedirte.
Te busco,
sé dónde estás,

Por Olga L. Martínez

Octubre cae en mí como una sombra,
que acecha cada paso de la infancia;
octubre trae en brazos la distancia,
del triste amanecer cuando te nombra.

¡Tanta soledad! Padre, me asombra,
cómo sigo tus huellas por la estancia;
hoy la paz que sembraste y la constancia,
se tienden ante mí como una alfombra.

Forastera del tiempo y tu consejo;
Capitán de mi barco, ¿a dónde has ido?
¡Busco en vano tu voz! ¡Mi amante viejo!

De tus ojos, mis ojos se han vestido,
y miran a través del mismo espejo.
¡Cómo duele este octubre sin tu nido! 

Por Anisley Fernández

ya usual:
sentarme en pórticos de noche
con un cuchillo entre las manos
fingir que el hambre es gloria

el cazador que robará tu piel también escurrirá su hambre
contra la fantasía de las muchachas que salen a cazar su pan
embarazadas de una quietud un hambre céntrica
como punzón al seno
son estampillas de purpurina
materia de una restauración irreductible
están echadas a la suerte del zoombie
y llegan lejos muy lejos
a pie

Por Raiza Olivera

Tengo el verso cansado,
se recostó a meditar
porque no ha vuelto a soñar
desde el silencio estallado

Mira sin cesar la cumbre
Busca la razón perdida
Desdice el número, partida
Tantas hojas como herrumbre

Sobre los ojos de un viejo
Que cuenta las cicatrices,
Las sangrantes, hondas, grises,
Y no contesta el ovillejo

Por Sandra Bustos

La ciudad está triste y desolada. Es de madrugada y solo me acompaña un gato que, noctámbulo como yo, deambula entre las sombras. Camino las mismas calles de siempre. Se ven sucias y despintadas, corroídas por un tiempo implacable que ha ido dejando huellas a su mezquino paso. De pronto el mural, aquel que alguien hizo y tiene casi mi misma edad. Me llamaba tanto la atención cuando yo era una niña. Intentaba  descubrir la vida detrás de los barcos y las casas junto al mar. Sin embargo, dos heridas brotaban en medio de la pintura. Quedé petrificada. Dos enormes tubos totalmente desgastados sobresalían de aquella emblemática obra, dando paso a una realidad que ahora se anteponía a la fantasía.
     Aquella pared olía mal, siempre fue así desde que lo recuerdo. Había sido convertida en el baño ocasional de cuanto deambulante nocturno, ya sea humano o animal, se le antojara desahogar sus aguas interiores. El piso siempre sucio, con restos de comida y cuanta cosa pudiera caer en una acera que no había sido limpiada a consciencia por décadas. Lo único realmente hermoso de ese paraje lo era mirar aquellos barcos en el mar, una vida que existía, pero que, al verla allí, era un aliento, un suspiro, como si la belleza del arte pudiera transformar tu día.

Por Ricardo Riverón

Crecer en la suavidad
del aire, del aire alumbra los sueños,
aunque con ojos pequeños
nos mire la claridad.
Ya que ser niño es la edad
donde nos vamos quedando,
sin saber cómo ni cuándo,
aunque la luz esté muerta,
siempre que se abre una puerta
sale la noche volando.

 

 

Por Etianys Alfonso

1- Corazón

2- Cerebro


1- ¡Toc, toc!

2- ¿Quién osa llamar a la puerta tan temprano? ¿Acaso ordené despertar?

1- Disculpa si soy inoportuno, pero quise venir sin previo aviso.

2- Adelante. Aunque, no presumas de inteligencia, realmente, nada puedes esconder de mi.

1- En todo caso, pudiera vanagloriarme de mi impulsivo coraje. Le diera todos los créditos.

Por Anisley Fernández

Cae la sangre.
Una gaviota asume mi fragilidad,
caja de talco en el azul.
Soñé una playa como esta
donde te escribía.
Reconozco el olor de las almas recias,
su adiós.
La arena filtra un vahído
de recuerdos,
muelles...
Descienden mis piernas
a consagrar el agua,
lo que ya no debe ser suscitado
en honor al dolor.

Por Manuel A. García

Me acosté dos horas antes de lo normal con la esperanza de conseguirlo, sin embargo, todo parecía interferir una vez más; el chirriar del oxidado ventilador; el perturbante sonido de los muelles de la cama; incluso hasta el placentero dormir de Ana que parecía tener la más bella evocación. Todo me molestaba, era una clara señal del principio de otra noche de desespero, de insomnio. Así comenzaban. Primero, la molestia en todo sonido cercano, como si cada objeto que lo emitiese gritara en mis oídos su particular discurso. Luego la incomodidad en los ojos; arden y dejan de hacerlo; pesan y no se cierran; vuelven a arder. Una continua procesión cíclica que acaba siendo una terrible agonía.
     Antes de que pudiese empeorar la situación apagué el ventilador y me quedé fuera de la cama. El plácido respirar de mi mujer (reconocible por su ronroneo nasal), más el deambular de los vehículos fuera, hacían del silencio una meta inalcanzable. Pero ya tenía mis mañas y costumbres. En noches similares el cansancio es una buena carta a mi favor, un par de tandas de cuarenta cuclillas y otra de cincuenta planchas me hacía sordo y me tumbaba. Claro, el resultado de estos ejercicios no se verían al momento, sino luego, después de un baño refrescante, doblando el número de posibilidades de caer noqueado si hago el amor con cierto salvajismo.