Por Juana de Ibarbourou



Yo amo las noches de lluvia. Son de una intimidad intensa y dulce como si nuestra casa se convirtiera, de pronto, en el único refugio tibio e iluminado del universo.
Los objetos que nos rodean adquieren una familiaridad más afectuosa y más honda; la luz parece más límpida; el fuego, la mecedora, los ovillos de la lana, el lecho, las mantas, todo es más nuestro y más grato.
     La alcoba, realmente, se convierte en nido, en nido caliente y claro y sereno, en medio del viento gruñidor, de la lluvia furiosa o mansa, del frío que hace acurrucar cabeza con cabeza a las parejas de pájaros. Me imagino mi casa, entonces, como un pequeño y vivo diamante apretado entre el puño de un negro gigantesco. ¡Qué beatitud!
     Hago por no dormirme para gozar esas horas de gracia propicia al ensueño y al amor. Pero a veces, también, me asalta de pronto la visión de pobres ranchos agujereados, de chicos friolentos, de mujeres que no tienen como yo una casa tibia ni abrigada cama blanda y para quienes estas noches así son un suplicio. Y entonces sí, me esfuerzo por dormir. Ya que no puedo remediar yo sola su infinita miseria, les doy el sacrificio de la conciencia de mi bienestar. Me duermo, me duermo, avergonzada de paladear un gozo que atormenta a millares de seres humanos. 


Tomado de El cántaro fresco (1920).