Por Miguel Ramos
Desde la ventana de un casucho viejo
 abierta en verano, cerrada en invierno
 por vidrios verdosos y plomos espesos,
 una salmantina de rubio cabello
 y ojos que parecen pedazos de cielo,
 mientas la costura mezcla con el rezo,
 ve todas las tardes pasar en silencio
 los seminaristas que van de paseo.
 Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
 marchan en dos filas, pausados y austeros,
 sin más nota alegre sobre el traje negro
 que la beca roja que ciñe su cuello,
 y que por la espalda casi roza el suelo.
 Un seminarista, entre todos ellos,
 marcha siempre erguido, con aire resuelto.
 La negra sotana dibuja su cuerpo
 gallardo y airoso, flexible y esbelto.
 Él, solo a hurtadillas y con el recelo
 de que sus miradas observen los clérigos,
 desde que en la calle vislumbra a lo lejos
 a la salmantina de rubio cabello
 la mira muy fijo, con mirar intenso.
 Y siempre que pasa le deja el recuerdo
 de aquella mirada de sus ojos negros.
 Monótono y tardo va pasando el tiempo
 y muere el estío y el otoño luego,
 y vienen las tardes plomizas de invierno.
 Desde la ventana del casucho viejo
 siempre sola y triste; rezando y cosiendo
 una salmantina de rubio cabello
 ve todas las tardes pasar en silencio
 los seminaristas que van de paseo.
 Pero no ve a todos: ve solo a uno de ellos,
 su seminarista de los ojos negros;
 cada vez que pasa gallardo y esbelto,
 observa la niña que pide aquel cuerpo
 marciales arreos.
 Cuando en ella fija sus ojos abiertos
 con vivas y audaces miradas de fuego,
 parece decirla:  —¡Te quiero!, ¡te quiero!,
 ¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
 ¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
 A la niña entonces se le oprime el pecho,
 la labor suspende y olvida los rezos,
 y ya vive sólo en su pensamiento
 el seminarista de los ojos negros.
 En una lluviosa mañana de inverno
 la niña que alegre saltaba del lecho,
 oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
 por la angosta calle pasaba un entierro.
 Un seminarista sin duda era el muerto;
 pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro,
 con la beca roja por cima cubierto,
 y sobre la beca, el bonete negro.
 Con sus voces roncas cantaban los clérigos
 los seminaristas iban en silencio
 siempre en dos filas hacia el cementerio
 como por las tardes al ir de paseo.
 La niña angustiada miraba el cortejo
 los conoce a todos a fuerza de verlos...
 tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos...
 el seminarista de los ojos negros.
 Corriendo los años, pasó mucho tiempo...
 y allá en la ventana del casucho viejo,
 una pobre anciana de blancos cabellos,
 con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
 mientras la costura mezcla con el rezo,
 ve todas las tardes pasar en silencio
 los seminaristas que van de paseo.
 La labor suspende, los mira, y al verlos
 sus ojos azules ya tristes y muertos
 vierten silenciosas lágrimas de hielo.
 Sola, vieja y triste, aún guarda el recuerdo
 del seminarista de los ojos negros... 
 
											 
   
  
 
						













