Por Teófilo Guerrero

 

Estaba subiendo por la rampa cuando sintió que ya no podía con el peso, y tuvo que parar un segundo para tomar aire y seguir, empujando con las ganas antes que con los músculos, ya tiesos y adoloridos. Y llegó. Puso las cuatro cajas sobre la plataforma del torton y se sintió liberado.
El mercado sudaba bullicio, palabrotas, palabritas, palabrería y palabras que se intercambiaban como pesos y centavos. Escuchó su nombre cuando el olor a tacos y a jugo de naranja le avisó que no había desayunado, y ya eran las 11:30. 
     —Mingo.
     Volteó a ver al patrón, traía una libreta vieja, y se le hizo agua la boca cuando pensó en el dinero.
     —¿Te avientas veinte costales de papa? 
     La cara de Mingo cambió, tenía hambre, y veinte costales de papa, desde la bodega, lo alejaban de un desayuno más o menos decente y a un horario todavía más decente.
     —¿Nomás veinte, patrón?
     —Simón, y te doy otros cincuenta varos.
     Calculó el tiempo y el hambre, y no le salían las cuentas. Volteó a ver a su patrón para negarse amablemente cuando alcanzó a ver a su hijo viendo fijamente el puesto de tacos. Regresó la mirada y asintió con la cabeza aceptando la misión.

     —Órale— dijo el patrón, dándose la vuelta y caminando hacia el puesto de tacos, donde le rascó cariñosamente la cabeza al hijo de Mingo. Y pidió tres de cabeza, dos de bistec y cuatro de adobada con todo.
     Mingo se dirigió a la bodega y empezó con su labor. 
     Al costal número seis ya no veía bien, le dolían los huesos, y el sol le calaba fuerte en la espalda. Se reacomodó el costal vacío que le protegía de lo rasposo de las arpillas de veinticinco kilos que pesaban como treinta.
     Encontró a su hijo en el camino y con un gesto le pidió que se hiciera a un lado, y siguió su camino hacia la rampa que parecía cada vez más empinada.
     Dejó la arpilla y se tomó un segundo para respirar, sintió la mano de alguien en su espalda y vio al Ramón, una pequeña mole de músculos de apenas un metro con cincuenta que le ofrecía un cigarro. 
     —Ya nomás faltan diez. 
     —Nomás.
     —Hey.
     —Ánimo, mi Mingo. Yo voy a echar taco. 
     —¿No me ayudas…?
     —Suplicó sacando la lengua Mingo, para no parecer que se rajaba.
     —Nel… —evadió el Ramón—. Ya hay que consentir la tripa. 
     Se alejó al puesto de tacos medio oculto por el humo de la carne que chillaba en el comal.
     Mingo continuó con su encargo, iba y venía mientras los ojos de su niño trataban de centrarse en los suyos para recordarle que ahí estaba, que tenía hambre, y que las corcholatas que hacían de carritos en la banqueta ya le habían aburrido.
     Iba y venía y la gente le estorbaba. 
     Venía e iba y los músculos le gritaban su dolor.
     Iba, venía e iba, y no sabía cómo veinte se podían convertir en cuarenta, o más, pero cuando llegaba a la bodega apenas iban quince, así que empezó a cargar de a dos bultos.
     Iba y venía, y la rampa se calentaba con el calor del mediodía que llegaba.
     Cuando llegó con el último viaje, miró al patrón que ya se fumaba un cigarro.
     —¿Ya estuvo?
     —Ya… —dijo Mingo satisfecho.
     El patrón contó un par de veces. Se llevó la mano a la cartera, pero dudó y volvió a contar. 
     —Falta una. Échale ganas, porque me tengo que ir.
     Mingo se encaminó a la bodega, pero no vio nada.
     Iba y venía preguntando, venía e iba mientras contaba mentalmente, iba y venía, y volvía a ir y venir a lo largo y ancho de la bodega y el mercado. Por ahí tenía que estar. Su hijo ya no estaba, seguramente se iría a jugar al puesto de lechugas con las hojas de desecho, o al puesto de aguas frescas, a ver si la señora se conmovía y le ofrecía aunque fuera un vasito de horchata, o de jamaica, aunque no le gustara.
     Volvió al torton donde el patrón ya se iba subiendo para irse.
     —¿En dónde te metiste? Ahí estaba el que faltaba, pero no contaste bien. Hasta te trajiste uno de más, regrésalo a la bodega, y mañana te pago, porque tengo que entregar esto antes de las dos.
     Mingo asintió resignado, bajó el costal sobrante, y vio cómo el vehículo arrancaba, y se iba rápidamente con el patrón de copiloto, fumándose un cigarro, y sintió una manita que lo tocaba, era su hijo.
     —¿Ya vamos a desayunar? Preguntó emocionado.
     Mingo lo miró, metió las manos a la bolsa y sacó unas cuantas monedas. Se las entregó. 
     —Vete yendo, te alcanza para tres. – Le ordenó.
     —¿Sin agua fresca? 
     —Sin agua fresca. Ya vamos para la casa, allá tomas.
     —¿Por qué sin agua fresca?
     —Está mala ahora.
     —¿Qué tiene?
     —Tolondrones.
     —¿Y qué es eso?
     —Tolondrones, y le hacen mal a los preguntones.
     El niño lo miró, y se encaminó al puesto. Mingo lo vio acercarse a pedir lo de siempre: dos de bistec y uno de carnaza con todo, luego buscó al Ramón para pedirle un cigarro.