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Por E. Annie Proulx
Ennis del Mar se despierta antes de las cinco, el viento mece el remolque, silba al entrar por los marcos de aluminio de la puerta y la ventana. Las camisas colgadas de un clavo ondean en la corriente. Ennis se levanta rascándose la cuña gris de la tripa y el vello púbico, se acerca al hornillo de gas arrastrando los pies, vierte los restos de café en un desportillado cazo esmaltado; las llamas lo envuelven de azul. Abre el grifo y orina en la pila, se pone la camisa y los vaqueros, las desgastadas botas, taconea sobre el suelo para calzárselas bien.
El viento brama sobre la curvada superficie de la casa remolque y bajo su atronador embate Ennis oye el rasposo roce de la gravilla y la arena. Ir por la autopista con el remolque de caballos quizá no va a ser fácil. Tiene que recoger sus cosas y marcharse esa misma mañana. El rancho vuelve a estar en alquiler, ya han despachado los últimos caballos, las cuentas las saldaron la víspera y el dueño dijo:
—Dádselas al buitre de la agencia inmobiliaria, yo me largo —y depositó las llaves en manos de Ennis. Tal vez tenga que pasar una temporada con su hija casada antes de conseguir otro trabajo, y, sin embargo, lo embriaga una sensación placentera porque ha soñado con Jack Twist.
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Por Maria Herrera
Pido perdón a mi cara fingida
por la crueldad de obligarla
al momento capturado
en un jardín pintando
por imágenes de mundos artificiales...
Solo pido perdón
a una de mis sombras […]
lúgubre brillo.
Tengo derecho a bañar
los soles de mi rostro...
A empotrar mi destino
en claustro del silencio que no avanza.
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Vivo mi vida en círculos que se abren
sobre las cosas, anchos.
Tal vez no lograré cerrar el último
pero quiero intentarlo.
Giro en torno de Dios, antigua torre,
giro hace miles de años.
Y aún no sé si soy águila o tormenta
o si soy un gran cántico.
De: El libro de las horas
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Por Maria Herrera
Entregándome a los sueños
enrede mi cabello,
saque los moldes de los zapatos,
quite las impurezas del rostro
y amordacé los fantasmas.
En los escondrijos más ocultos
de mis vísceras rotas, dormía el viento,
y jamás nunca, se dio por vencido.
Mi fortaleza no había sido tan fuerte
ni tan perfecta, y en este, mi caos imperfecto,
me amamanté siendo fiel
a nunca ser menos que imperfecta.
Enmarañadas emociones
llevan a un constante duelo,
no conozco la culpa ni debo controlarme,
no evito dolerme pero si, sufrirme.
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Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres.
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Por Victoria Lovell
A quién contemplas ahora
(meciéndote mayo)
quizás aquella
traspasada por cuchillo
voz o sollozo más íntimo
de esas órbitas girando
de la nada a la nada
o de esa boquita que
por las noches sigue
berreando y son tantos,
ay los gemidos del olvido.
Debes pedir por favor
a los gatos que maúllen en celo
como niñitos jamás nacidos.
(de Jardines cerrados al público)
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Por Maria Herrera
No quiero tener las manos
ásperas de acariciar cenizas,
necesito terminar de colapsar
por ojos que ven y no miran
más que oscuridades de la noche.
¿Culpa por no sentir culpa?
Como un pájaro enjaulado,
sin alas y sin canto, estoy.
No deseo morir esperando
la sonrisa de la luna,
mitigadora de dolores.
Ya no quiero que mates lo que amo
y lo que siento ser…
Nada complementa el alma
más que ser mi propio amor.
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Por Naizomi Getav
Se ha roto el tiempo;
un segundo y se hizo trizas...
¿No hay giros de manecillas?
¡A huelga los granos de arena!
De súbito no hay campana a la catedral
y el faro a mitad del mar, ha dejado de llorar,
se ha roto el cristal incoloro
y la bella crisálida es brillante cual oro.
Vuela la polilla en esta noche...
Sus alas son una fiesta a media luz,
se ha acomodado sobre un viejo reloj
causando con su fuerza grave temblor.
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1.- Rolando Revagliatti: Me valgo de un dato, Victoria: tu madre es Profesora en Letras. ¿Armamos la constelación?
Victoria Lovell: Es así: mi madre, Ana María Calatroni, obtuvo su título en la primera promoción de la Facultad de Filosofía y Letras, la que en la actualidad se denomina de Humanidades y Artes. Mi padre, Filiberto Lovell, era ingeniero. Y tengo un hermano tres años menor, Ricardo. Mi abuelo, el doctor Alfredo Lovell, nacido en Marbella y de ascendencia inglesa, llegó a la Argentina en 1911. Junto con el doctor Juan Álvarez organizaron la actual Biblioteca Argentina. Y allí, donde mi abuelo fue el primer bibliotecario, por azar, estoy dictando un taller. La hermana de papá, Gloria Lovell, fue una de las primeras pediatras que hizo de la medicina un trabajo social. Fue la primera mujer directora del Hospital de Niños, y yo, su paciente. En la familia de mi padre había ciertos principios inclaudicables:
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Por Guy de Maupasant
El señor Lantín la conoció en una reunión que hubo en casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red.
Era hija de un recaudador de contribuciones de provincia, muerto años atrás, y había ido a París con su madre, la cual frecuentaba a algunas familias burguesas de su barrio, con la esperanza de casarla.
Dos mujeres pobres y honradas, amables y tranquilas. La muchacha parecía ser el modelo de la mujer honesta, como la soñaría un joven prudente para confiarle su porvenir. Su hermosura plácida ofrecía un encanto angelical de pudor, y la imperceptible sonrisa, que no se borraba de sus labios, parecía un reflejo de su alma.
Todo el mundo cantaba sus alabanzas; cuantos la conocieron repetían sin cesar: “Dichoso el que se la lleve; no podría encontrar cosa mejor”.
Lantín, entonces oficial primero de negociado en el Ministerio del Interior, con tres mil quinientos francos anuales de sueldo, la pidió por esposa y se casó con ella.
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