Por E. Annie Proulx
Lo que Jack recordaba, y anhelaba con un ansia que no estaba en su mano dominar ni comprender, era aquella ocasión en el remoto verano de la Brokeback en que Ennis se le acercó por detrás y lo estrechó entre sus brazos, aquel abrazo silencioso que satisfizo un hambre compartida y asexuada. Permanecieron así largo rato frente a la hoguera, rojizas tajadas de luz incandescente y danzarina, las sombras de sus cuerpos como una sola columna sobre la roca. Los minutos pasaban medidos por el tictac del redondo reloj que Ennis llevaba en el bolsillo, por los palos que se transformaban en ascuas en el fuego. Las estrellas rasgaban las onduladas capas de calor sobre el fuego. Ennis respiraba pausada, reposadamente, tarareaba, se balanceaba apenas a la luz chispeante, y Jack se reclinó sobre los regulares latidos de su corazón, las vibraciones del canturreo como un leve zumbido eléctrico, y así de pie, se hundió en un sueño que no era sueño sino algo diferente, extasiado arrobamiento, hasta que Ennis, rescatando de los tiempos infantiles previos a la muerte de su madre una frase oxidada pero todavía en buen uso, dijo:
-Llegó la hora de recogerse en la cuadra, vaquero. Tengo que marcharme. Vamos, estás durmiendo de pie como un caballo -y zarandeó a Jack, le dio un empujón y se alejó en la oscuridad. Jack oyó temblar sus espuelas mientras montaba, la frase ¡nos vemos mañana!, el resoplido estremecido del caballo, los cascos rechinando sobre la piedra. Tiempo después, el somnoliento abrazo cristalizó en su memoria como el único momento de sencilla y mágica felicidad en sus vidas separadas y difíciles. Nada lo empañó, ni siquiera saber que Ennis no lo había abrazado cara a cara en aquel momento porque no quería ver ni sentir que era Jack a quien tenía en los brazos. Y quizá, pensaba Jack, nunca habían llegado mucho más lejos. Déjalo estar, déjalo estar.
Ennis no supo del accidente hasta varios meses después, cuando la postal que había enviado a Jack diciendo que noviembre seguía pareciendo su primera oportunidad le fue devuelta con la palabra FALLECIDO estampada encima.
Marcó el teléfono de Childress de Jack, algo que antes sólo había hecho una vez, cuando Alma se divorció de él, y Jack había interpretado mal el motivo de la llamada y había recorrido casi dos mil kilómetros de carreteras rumbo al norte para nada. Esta vez todo saldría bien, Jack cogería el teléfono, tenía que cogerlo él. Pero no lo hizo. Fue Lureen quien contestó diciendo: -¿Quién? ¿Quién es?-, y cuando él se lo repitió, ella dijo con voz serena: "Sí, Jack estaba hinchando una rueda pinchada de la camioneta en un camino vecinal y la rueda estalló. Por lo visto la válvula estaba estropeada, y la fuerza de la explosión lanzó la llanta contra su cara, le rompió la nariz y la mandíbula y le dejó inconsciente tirado boca arriba. Cuando pasó alguien por allí ya se había ahogado en su propia sangre.
-No, pensó Ennis, lo machacaron con un gato. -Jack hablaba mucho de ti -dijo Lureen-. Eres su compañero de pesca o de caza, lo sé. Te habría comunicado la noticia, pero no estaba segura de cómo te llamabas ni de tu dirección. Jack guardaba la mayoría de las direcciones de sus amigos en la memoria. Fue un accidente espantoso. Sólo tenía treinta y nueve años.
La formidable tristeza de las llanuras norteñas se abatió sobre él. No sabía si había sido de una manera o de otra, si el gato de un coche o un auténtico accidente, la sangre taponando la garganta de Jack y nadie en los alrededores para darle la vuelta. Bajo el zumbido del viento oyó el acero chocando contra el hueso, el estrepitoso golpe del cerco metálico de un neumático.
-¿Está enterrado ahí? -quería maldecirla por haber dejado que Jack muriera en un camino de tierra. La vocecita tejana se deslizó por el hilo.
-Hemos colocado una lápida. Jack solía decir que quería que lo incinerasen y esparcieran sus cenizas en la montaña Brokeback. Yo no sabía dónde estaba. Así que lo incineraron, cumpliendo su voluntad, y, como te he dicho, hemos enterrado aquí la mitad de sus cenizas, y la otra mitad se la enviamos a su familia. Yo pensaba que la montaña Brokeback estaba cerca del lugar donde se crió. Pero conociendo a Jack, tal vez era un sitio imaginario donde cantan las aves del paraíso y hay un manantial de whisky.
-Un verano estuvimos pastoreando un rebaño de ovejas en la Brokeback -dijo Ennis. La voz le salía a duras penas.
-Vaya, pues él decía que era su sitio. Yo suponía que quería decir el mejor sitio para emborracharse. Que ahí se dedicaba a beber whisky. Jack bebía mucho.
-¿Siguen viviendo sus padres en Lightning Hat?
-Sí, claro. Y seguirán ahí hasta que se mueran. Yo no los conozco. No vinieron al entierro. Puedes ponerte en contacto con ellos. Supongo que les gustará que se cumplan los deseos de su hijo.
No cabía duda, Laureen se mostraba cortés pero su vocecita era fría como la nieve.
La carretera de Lightning Flat atravesaba un paisaje desolado, una docena de ranchos abandonados salpicaban la llanura a largos intervalos, casas de ojos vacíos entre las malas hierbas, cercas desmoronadas de corrales. En el buzón ponía John C. Twist. El rancho era un terreno pequeño y escuálido, medio invadido de frondosas euforbiáceas. El rebaño estaba demasiado lejos para que Ennis pudiera apreciar su estado, sólo alcanzó a ver que eran ejemplares negros de pelo corto. Un porche recorría toda la fachada de la minúscula casa estucada, de dos habitaciones arriba y dos abajo. Ennis se sentó a la mesa de la cocina con el padre de Jack. La madre de Jack, regordeta y cautelosa en sus movimientos como si estuviera reponiéndose de una operación, dijo: -Querrás tomar un café, ¿verdad? ¿Un trocito de tarta de cerezas?
-Gracias señora, tomaré una taza de café, pero en este momento no soy capaz de comer tarta.
El viejo guardaba silencio, las manos enlazadas sobre el mantel de hule, y miraba fijamente a Ennis con una expresión airada y perspicaz. Ennis reconoció en él a ese género no infrecuente de hombres que necesitan a toda costa ser el pato que manda en el estanque. No lograba ver gran parecido entre Jack y cualquiera de ellos, respiró hondo.
-Lo de Jack me ha afectado muchísimo. No sé ni cómo decir cuánto me ha afectado. Lo conocía de toda la vida. He venido a decirles que si quieren que lleve sus cenizas a la Brokeback como su mujer dice que él lo deseaba, para mí será un honor.
Hubo un silencio. Ennis carraspeó pero no dijo nada más.
El viejo dijo: -¿Quieres que te diga una cosa?, yo también sé dónde está la montaña Brokeback. El muy jodido se creía demasiado especial para que lo enterrásemos en la tumba de la familia. Haciendo caso omiso de esa salida, la madre de Jack dijo: -Venía a casa todos los años, incluso después de casarse y establecerse en Texas, y dedicaba una semana a echar una mano a su padre con el rancho, reparar los portones, segar, un poco de todo. He conservado su habitación tal como estaba cuando era pequeño y creo que a él le gustaba así. Sube a verla si quieres, por favor.
-No consigo que nadie venga a ayudarme aquí arriba -gruñó el viejo-. Jack siempre decía: ¡Ennis del Mar!, siempre decía: “Un día de estos voy a traerlo por aquí y entre los dos vamos a poner el maldito rancho en forma”. Estaba rumiando la idea de que los dos os instalarais aquí, ibais a construir una cabaña de troncos y a ayudarme a llevar el rancho y a levantarlo. Luego, esta primavera tenía otro amigo con el que iba a venir aquí, a construirse una casa y echar una mano en el rancho, no sé qué ranchero vecino suyo de Texas. Iba a separarse de la mujer y a volver aquí. Eso decía. Pero como la mayoría de las ideas de Jack, se quedó en idea.
Ahora Ennis sabía que había sido el gato de cambiar la rueda.
Se levantó, dijo: -Claro que me gustaría ver la habitación de Jack-, recordó una de las anécdotas que Jack contaba de su padre. Jack tenía el prepucio recortado y el viejo no; diferencia anatómica que el hijo había descubierto durante una terrible escena y que le preocupaba. Tendría unos tres o cuatro años, según le había contado a Ennis, y siempre llegaba demasiado tarde al retrete, peleándose con los botones, con la taza, con la altura del aparato, y la mayoría de las veces todo el suelo se quedaba salpicado. Eso hacía refunfuñar al viejo, que en aquella ocasión montó en cólera. - !Dios!, me zurró la badana, me tiró al suelo del baño y me azotó con su cinturón. Creí que me mataba. Luego va y me dice: "¿Quieres enterarte de lo que molesta que esté todo meado? Te lo voy a enseñar", se la sacó y me meó encima, me empapó, luego me tiró una toalla y me obligó a limpiar el suelo, a quitarme la ropa y lavarla en la bañera, a lavar la toalla, y a todas estas yo lloraba a moco tendido y berreaba. Pero mientras me calaba con la manguera me di cuenta de que él tenía materiales extra que a mí me faltaban. Vi que a mí me habían señalado con aquel corte, como se marca al ganado con los hierros o recortándole una oreja. Después de aquello fue imposible entenderse con el.
El dormitorio, en lo alto de una empinada escalera con su propio ritmo de ascensión, era minúsculo y asfixiante, el sol de la tarde pegaba fuerte por la ventana del oeste, caía a plomo sobre la estrecha cama infantil pegada a la pared, un escritorio manchado de tinta y una silla de madera; sobre el lecho, un rifle de pequeño calibre en un armero tallado a mano. La ventana daba a un camino de grava que se desplegaba hacia el sur y a Ennis se le ocurrió que hasta que se hizo mayor aquel fue el único camino que Jack conocía. Una vetusta fotografía de una morena estrella de cine, recortada de alguna revista, estaba pegada a la pared junto a la cama, el tono de la piel se había vuelto púrpura. Alcanzaba a oír a la madre de Jack dejando correr el agua en el piso de abajo, llenando el hervidor y poniéndolo de nuevo en el fogón, preguntándole algo al viejo con sordina. El armario era una cavidad de poco fondo recorrida de lado a lado por una barra de madera y separada del resto de la habitación por una desvaída cortina de cretona colgada de una cuerda. Dentro del armario, en sendas perchas, dos pares de vaqueros planchados con raya y pulcramente doblados, en el suelo un par de desgastadas botas de embalador que Ennis creía recordar. Un saliente de la pared creaba un angosto escondite en el extremo norte del armario y allí, rígida por haber pendido largo tiempo de un clavo, había una camisa. La descolgó del clavo. La vieja camisa que Jack usaba en los tiempos de la Brokeback. La sangre seca de la manga era sangre de Ennis, el chorretón que le había salido por la nariz la última tarde en la montaña, cuando Jack le había pegado un formidable rodillazo en la nariz en pleno fragor de sus descoyuntantes luchas cuerpo a cuerpo. Jack había restañado con la manga de su camisa la sangre que todo lo bañaba, ellos dos incluidos, pero la restañadura de nada sirvió porque de improviso Ennis se había enderezado y descargado un puñetazo sobre el ángel auxiliador tumbándolo entre la aguileña silvestre, con las alas plegadas. La camisa le pareció pesada hasta que descubrió que llevaba dentro otra camisa, las mangas cuidadosamente encajadas dentro de la de Jack. Era su propia camisa de cuadros, perdida, según creía él, largo tiempo atrás en alguna maldita lavandería, su camisa sucia, con el bolsillo desgarrado y sin algunos botones, robada por Jack y escondida allí, dentro de su camisa, ambas como dos pieles superpuestas, dos en una. Apretó el rostro contra la tela, inhaló despacio por la boca y la nariz, queriendo percibir un leve rastro del humo, la salvia de la montaña y el agridulce tufillo de Jack, pero no tenía un aroma real, sólo su recuerdo, la fuerza imaginada de la montaña Brokeback de la que nada quedaba salvo lo que sostenía en las manos. Al final, el pato dominante se negó a desprenderse de las cenizas de Jack.
- ¿Quieres que te diga una cosa?, tenemos una tumba familiar y ahí es donde lo vamos a enterrar. En pie junto a la mesa, la madre de Jack les sacaba el corazón a unas manzanas con un instrumento punzante y dentado. -Vuelve cuando quieras -dijo.
Pegando tumbos por el camino ondulado como tabla de lavar, Ennis pasó de largo junto al cementerio rural vallado con un combado alambre de corral de ovejas, minúsculo cuadrado acotado en la interminable pradera, un puñado de tumbas relucientes de flores de plástico, y él no quería saber que Jack iba a terminar ahí, enterrado en la doliente llanura.
Pasadas unas cuantas semanas, un sábado Ennis echó todas las mantas de caballo sucias de Stoutamire en la trasera de la camioneta y las llevó al LAVADO DE COCHES Rápido para rociarlas a presión con la manguera. Una vez guardadas las mantas limpias y húmedas en la caja de la camioneta, Ennis entró en la tienda de regalos de Higgins y se puso a revolver el expositor de postales.
-Ennis, ¿qué postal andas buscando? -dijo Linda Higgins a la vez que tiraba a la papelera un filtro de café empapado y marrón.
-Un paisaje de la montaña Brokeback.
-¿Está en el condado Fremont?
-No, está cerca de aquí, al norte.
-No he pedido ninguna de esas. Voy a coger la lista de pedidos. Si la tienen, puedo encargarte un centenar. Además, ya tenía que encargar más postales.
-Con una me basta -dijo Ennis.
Cuando llegó -treinta centavos-, Ennis la puso en la pared de su remolque, una chincheta cobriza en cada esquina, hundió debajo un clavo y colgó la percha de alambre y las dos camisas que pendían de ella. Se echó atrás y contempló el conjunto a través de algunas lágrimas picantes.
-Jack, te juro... -dijo, pero Jack nunca le había pedido que jurara nada, ni era él mismo dado a jurar. Por aquella época Jack empezó a aparecérsele en sueños, Jack tal como lo había visto la primera vez, la cabeza cubierta de rizos, sonriente, los dientes saltones, hablando de levantar el culo y hacer algo con su vida, pero la lata de judías que se balanceaba sobre un tronco con un mango de cuchara sobresaliendo también estaba allí, en una imagen de tebeo de colores chillones que daba a sus sueños un regusto de cómica obscenidad. El mango de la cuchara era de ese tipo que podría usarse como gato para cambiar una rueda. Y a veces Ennis se despertaba apesadumbrado, y otras con la antigua sensación de dicha y liberación; la almohada estaba a veces húmeda, otras veces las sábanas.
Había un espacio abierto entre lo que sabía y lo que trataba de creer, pero sobre eso no podía hacer nada, y cuando algo no tiene remedio, hay que fastidiarse.