Por E. Annie Proulx

Ennis del Mar se despierta antes de las cinco, el viento mece el remolque, silba al entrar por los marcos de aluminio de la puerta y la ventana. Las camisas colgadas de un clavo ondean en la corriente. Ennis se levanta rascándose la cuña gris de la tripa y el vello púbico, se acerca al hornillo de gas arrastrando los pies, vierte los restos de café en un desportillado cazo esmaltado; las llamas lo envuelven de azul. Abre el grifo y orina en la pila, se pone la camisa y los vaqueros, las desgastadas botas, taconea sobre el suelo para calzárselas bien.
     El viento brama sobre la curvada superficie de la casa remolque y bajo su atronador embate Ennis oye el rasposo roce de la gravilla y la arena. Ir por la autopista con el remolque de caballos quizá no va a ser fácil. Tiene que recoger sus cosas y marcharse esa misma mañana. El rancho vuelve a estar en alquiler, ya han despachado los últimos caballos, las cuentas las saldaron la víspera y el dueño dijo:  
     —Dádselas al buitre de la agencia inmobiliaria, yo me largo —y depositó las llaves en manos de Ennis. Tal vez tenga que pasar una temporada con su hija casada antes de conseguir otro trabajo, y, sin embargo, lo embriaga una sensación placentera porque ha soñado con Jack Twist.

     El café rancio ha empezado a hervir y Ennis lo retira del fuego antes de que se desborde, lo sirve en una taza sucia, sopla sobre el negro líquido y pasa a la siguiente diapositiva de su sueño. Si no se esfuerza en recordarlo, puede que el sueño lo reconforte durante todo el día, reavivando los viejos tiempos en la fría montaña, cuando eran los amos del mundo y todo parecía estar en su lugar.
     El viento golpea el remolque como un cargamento de tierra cayendo de un volquete, amaina, se encalma, deja un pasajero silencio.
     Los dos se criaron en ranchitos pobres situados en extremos opuestos del estado, Jack Twist en Lightning Flat, junto a la frontera de Montana, Ennis del Mar en los alrededores de Sage, cerca de los límites de Utah, ambos muchachos rústicos sin estudios ni perspectivas de futuro, de modales toscos, rudo hablar, educados en el trabajo duro y las privaciones, curtidos por una vida estoica.
     Ennis, criado por su hermano y hermana mayores después de que sus padres se salieran de la única curva de la carretera del Caballo Muerto dejándoles veinticuatro dólares en metálico y un rancho sobre el que pesaban dos hipotecas, solicitó a los catorce años un permiso de conducir especial que le permitiera hacer el trayecto de una hora del rancho al instituto. La camioneta era vieja, sin calefacción, con un solo limpiaparabrisas y los neumáticos en mal estado; cuando las transmisiones se estropearon no había dinero para reparadas. Él había querido ser bachiller, se le antojaba una palabra con cierta distinción, pero la camioneta lo dejó tirado antes, lanzándolo de cabeza a las faenas del rancho.
     En 1963, cuando conoció a Jack Twist, Ennis estaba prometido con Alma Beers. Tanto Jack como Ennis aseguraban estar ahorrando para comprar un terrenito; en el caso de Ennis el ahorro consistía en una lata de tabaco con un par de billetes de cinco dólares dentro. Aquella primavera, ávidos de cualquier trabajo, ambos se apuntaron en la Agencia de Empleo en Granjas y Ranchos; salieron juntos en la lista, el uno como pastor y el otro como guardián de campamento, para apacentar un rebaño al norte de Signal. Los pastizales de verano quedaban por encima del límite de la zona arbolada en las tierras del Servicio Forestal de la montaña Brokeback. Sería el segundo verano en la montaña para Jack Twist, el primero para Ennis. Ninguno de los dos había cumplido los veinte. Se estrecharon la mano en la pequeña y sofocante oficina instalada en un remolque, ante una mesa atestada de papeles garrapateados, con un cenicero de baquelita desbordante de colillas. La torcida persiana veneciana dejaba pasar un triángulo de luz blanca en el que se movía la sombra de la mano del capataz. Joe Aguirre, de ondulado cabello de color ceniza peinado con raya al medio, les expuso su punto de vista.  
     —El Servicio Forestal tiene establecidos los lugares donde hay que montar los campamentos. A veces los campamentos quedan a unos tres kilómetros del lugar donde apacentamos las ovejas. Los predadores hacen estragos, no hay nadie cerca para vigilar el rebaño de noche. Lo que quiero es que el guardián del campamento esté en el campamento base, donde dice el Servicio Forestal, pero el PASTOR —señaló a Jack con tajante ademán— plantará una canadiense junto al aprisco, donde no se vea, y DORMIRÁ ALLÍ. Que cene y desayune en el campamento, pero A DORMIR CON LAS OVEJAS toda la noche, y NADA DE HOGUERAS, no hay que dejar HUELLAS. Por la mañana recogerá la tienda por si acaso el Servicio Forestal se pone a husmear. Te llevas los perros, tu 30 - 30, y duermes ahí. El puto verano pasado tuvimos casi un veinticinco por ciento de pérdidas. No quiero que se repita. Y Tú —le dijo a Ennis, fijándose en su pelo revuelto, las manazas rasguñadas, los vaqueros desgarrados, la camisa con los ojales sueltos—, los viernes a las doce del mediodía bajas al puente con la lista para la semana siguiente y las mulas. Allí te esperaran con la furgoneta cargada de provisiones -sin preguntar si Ennis tenía reloj, cogió de una caja colocada sobre un alto estante y un reloj de bolsillo barato atado a un cordel trenzado, le dio cuerda, lo puso en hora y se lo tiró como si no mereciera la pena alargar el brazo hasta él- MAÑANA POR LA MAÑANA os llevaremos en la furgoneta hasta la cañada -menudo par de golfos sin futuro.
     Buscaron un bar y pasaron la tarde bebiendo cerveza, Jack le habló a Ennis de la tormenta del año anterior que había matado cuarenta y dos ovejas en la montaña, del curioso hedor de los cadáveres y de cómo se hinchaban, de que en aquellas alturas hacía falta una buena provisión de whisky. Había cazado un águila, dijo, y volvió la cabeza para mostrar la pluma de la cola que llevaba prendida en la cinta del sombrero.
     A primera vista Jack no era mal parecido, con el pelo rizado y la risa fácil, pero le sobraban algunos kilos en las caderas dada su escasa altura y su sonrisa revelaba unos dientes que se proyectaban hacia delante, no tanto como para permitirle comer palomitas directamente del cuello de un cántaro, pero sí de una forma apreciable. Estaba enamorado de la vida de los rodeos y se ajustaba el cinto con una mediocre hebilla de jinete de toros, pero sus botas estaban traslúcidas de tan desgastadas, llenas de agujeros ya imposibles de reparar y Jack se moría de ganas de estar en algún lugar, en cualquier lugar que no fuera Lightning Flat.
     Ennis, de nariz con pronunciado caballete y semblante estrecho, desgarbado y con el pecho un poco hundido, balanceaba un torso menudo sobre largas piernas tipo compás, poseía un cuerpo musculoso y elástico hecho para la equitación y las peleas. Sus reflejos eran extraordinariamente rápidos y su visión de lejos lo bastante buena como para que desdeñara leer todo lo que no fuera el catálogo de sillas de montar de Hamley.
     Los camiones de las ovejas y los remolques de caballos descargaron donde arrancaba la cañada y un vasco de piernas arqueadas enseñó a Ennis a aparejar y cargar las mulas, dos fardos y una albarda por animal, todo atado en redondo con dos vueltas de cuerda y asegurado con medias vueltas; luego le dijo:
     —¡No se te ocurra encargar sopa. ¡Las cajas de sopa no hay quien las cargue en las mulas!
     Tres cachorros de una de las perras pastoras iban en un cesto, y el más pequeño de la camada bajo la chaqueta de Jack, a quien le encantaban los perros pequeñitos.
     Ennis escogió como montura un zaino llamado Colilla, Jack una yegua baya que resultó espantadiza. Entre los caballos de refresco había un ejemplar entero de capa castaña cuyo aspecto agradaba a Ennis. Jack y Ennis, los perros, los caballos y la recua de mulas, un millar de ovejas y sus corderos se derramaron cañada arriba como agua sucia, a través de los bosques y más allá de ellos, adentrándose en los amplios prados floridos y el impetuoso e incesante viento. Plantaron la gran tienda en la plataforma del Servicio Forestal, pusieron a resguardo la cocina y las cajas de provisiones. Ambos durmieron en el campamento aquella primera noche; Jack empezó a echar pestes desde el mismo momento de la orden de a-dormir-con-las-ovejas-y-nada-de-hogueras que le había dado Joe Aguirre, pero antes de que rompiera el alba ensilló la yegua baya sin apenas rechistar.
     El amanecer fue de un naranja cristalino, con una gelatinosa franja color verde pálido por abajo. La mole retinta de la montaña empalideció lentamente hasta volverse del mismo color que el humo de la hoguera en la que Ennis preparaba el desayuno. El aire frío se caldeó, junto a las piedras amontonadas y las crestas de tierra surgieron de pronto sombras de la longitud de un lápiz, ladera abajo los enhiestos pinos se arracimaban en lanchas de sombría malaquita.
     De día Ennis dirigía la vista más allá de un gran precipicio y a veces divisaba a Jack, un puntito que se movía por los prados altos como un insecto pulula sobre un mantel; Jack, en su oscuro campamento, veía a Ennis como una hoguera en la noche, una chispa colorada en la gigantesca masa negra de la montaña. 
     Jack volvió remolón al campamento a última hora de una de aquellas tardes, bebió un par de cervezas puestas a enfriar en un saco húmedo a la sombra de la tienda, engulló dos cuencas de estofado, cuatro de los pétreos panecillos horneados por Ennis, una lata de melocotones, lió un cigarrillo y contempló la puesta de sol.
     —Me paso cuatro horas al día yendo de aquí para allá —dijo de mal talante—; vengo a desayunar, vuelvo con las ovejas, al atardecer las recojo en el aprisco, vengo a cenar, otra vez de vuelta con las ovejas, a estar media noche levantándome para ver si hay coyotes. En justicia debería pasar aquí la noche. Aguirre no tiene derecho a hacerme esto. ¿Quieres que te releve? preguntó Ennis.
     —A mí no me importaría dedicarme al pastoreo. No me importaría dormir ahí arriba.
     —No se trata de eso. La cuestión es que los dos deberíamos estar en el campamento. Y, además, esa condenada canadiense apesta a pis de gato o a algo peor.
     —A mí no me importaría estar ahí arriba.
     —¿Quieres que te diga una cosa?, hay que levantarse una docena de veces por culpa de los coyotes. Por mí, sería fenomenal que me relevases, pero te advierto que mis guisos son un asco. Darle al abrelatas se me da bastante bien.
     —No pueden ser peor que los míos. De verdad, no me importaría hacerla.
     Mantuvieron la noche a raya durante una hora gracias a una lámpara de queroseno y, sobre las diez, Ennis montó a Colilla, un buen caballo para la noche, y sobre la resplandeciente escarcha regresó con las ovejas, llevándose para el día siguiente los panecillos sobrantes, un tarro de mermelada y un jarro de café, dijo que así se ahorraría un viaje, no vendría hasta la hora de cenar.  
     —He matado un coyote al amanecer —le contó a Jack la tarde siguiente mientras se salpicaba la cara con agua caliente, hacía espuma con el jabón y confiaba en que a la navaja le quedase filo; Jack, entretanto, pelaba patatas— y  muy hijo de puta, con los huevos grandes como manzanas; apuesto a que se habría llevado a un puñado de corderos. Parecía capaz de tragarse un camello. ¿Quieres un poco de agua caliente? Hay de sobra.
     —Toda tuya.  
     —Bueno, voy a lavarme hasta donde alcance —dijo, se quitó las botas y los vaqueros (ni calzoncillos, ni calcetines, advirtió Jack), y empezó a derramar agua por aquí’ y por allá hasta que el fuego chisporroteó. Se dieron un banquete junto a la hoguera, una lata de judías por cabeza, patatas fritas y un cuartillo de whisky compartido, recostados contra un tronco, con las suelas de las botas y los remaches de cobre de los vaqueros calientes; se pasaban la botella mientras el cielo lavanda se vaciaba de color y el aire fresco se escurría hacia la tierra, bebían, fumaban cigarrillos, se levantaban de tanto en tanto para orinar, un arqueado chorrito que la luz de la hoguera pintaba de destellos, echaban palos al fuego para continuar con su charla, hablaron de caballos y rodeos, de sucesos violentos, fracasos y heridas abiertas, del submarino Thresher que se había ido a pique dos meses atrás con toda la tripulación a bordo y de cómo debían de haber sido los últimos minutos fatales, de los perros que ambos habían tenido y conocido, de la leva del ejército, del rancho donde había nacido Jack y aún vivían su padre y su madre, de las tierras de la familia de Ennis, liquidadas hacía años cuando murieron sus padres, ahora su hermano mayor vivía en Signal y su hermana casada en Casper.
     Jack dijo que su padre había sido un jinete de toros bravos de cierta fama en sus tiempos, pero que siempre guardó para sí sus secretos, nunca le había ofrecido un consejo ni había ido una sola vez a ver cómo montaba, pese a que cuando era un chiquillo lo subía a lomos de los corderos. Ennis dijo que él sólo estaba interesado en montar cuando uno se mantenía sobre el animal más de ocho segundos y de aquello se sacaba algo. Sacar dinero era importante, apostilló Jack, y Ennis tuvo que mostrarse de acuerdo. Respetaban mutuamente sus opiniones, felices ambos de contar con un compañero inesperado.
     Ennis, cabalgando contra el viento hacia el aprisco a la traicionera y alcoholizada luz, pensó que en su vida lo había pasado mejor, se sentía capaz de quitarle el blanco a la luna de un zarpazo.
     El verano siguió su curso y trasladaron el rebaño a nuevos pastos, cambiaron de campamento; la distancia entre el aprisco y el nuevo campamento era mayor y la cabalgada nocturna más larga. Ennis montaba relajado, durmiendo con los ojos abiertos, pero las horas que pasaba alejado de las ovejas se alargaban más y más. Jack arrancaba un chirrido zumbón a la armónica, un poco aplastada por una caída de la espantadiza yegua baya, y Ennis tenía buena voz, de sonido rasposo; más de una noche interpretaron a su manera algunas canciones.
     Ennis sabía la picante letra de “Ruana rojiza”. Jack acometió una canción de Carl Perkins, diciendo a grito pelado “lo que yo di-i-i-go”, pero prefería el melancólico himno “Jesús caminando sobre las aguas” aprendido de su madre, que creía en el Pentecostés, y él lo cantaba con la lentitud de una endecha, desencadenando aullidos de coyotes en la lejanía.
     —Es demasiado tarde para ir al maldito aprisco —dijo Ennis, borracho como una cuba y a cuatro patas, una fría noche en que la luna marcaba las dos pasadas. Las rocas del prado despedían destellos verde blanquecinos y el viento acerado que soplaba sobre la hierba recortaba las llamas y luego las alborotaba como si fueran amarillas cintas de seda—. Voy a coger la manta que te sobra y me tumbo aquí fuera, echo un sueñecito y me marcho en cuanto amanezca.
     —Se te va a congelar el culo cuando se apague el fuego. Será mejor que duermas en la tienda.
     Ni me iba a dar cuenta -pero se fue a la tienda haciendo eses, se quitó las botas y se puso a roncar sobre la lona del suelo, hasta que despertó a Jack con el castañeteo de sus dientes.
     —Dios mío, deja de dar la matraca y vente aquí. El catre es bastante grande para los dos —dijo Jack con voz irritada y estrangulada por el sueño. El catre era bastante grande, bastante cálido, y al poco tiempo habían ahondado considerablemente en su intimidad.
     Ennis se lanzaba a todo gas allí donde fuera, ya se tratase de reparar cercas o de gastar dinero, y cuando Jack agarró su mano izquierda y la colocó sobre su pene erecto, no le pareció el sistema. Ennis retiró la mano como si hubiera tocado fuego, se puso de rodillas, se soltó el cinturón, se bajó los pantalones, colocó a Jack a cuatro patas y, con ayuda de un poco de grasilla y de saliva lo penetró, algo para lo que no necesitaba manual de instrucciones pese a que no lo había hecho nunca. Lo hicieron en un silencio tan sólo roto por algún que otro resuello y por el sofocado “me corro” pronunciado por Jack; luego fuera, abajo y a dormir.
     Ennis despertó en el rojo amanecer con los pantalones por las rodillas, un dolor de cabeza de primera y Jack adosado a él; sin decir nada ambos sabían cómo iba a transcurrir el resto del verano, al infierno las ovejas. Y así transcurrió en efecto.
     Nunca hablaban de sus relaciones sexuales, dejaban que sucedieran, primero sólo en la tienda de noche, luego a plena luz del día con el potente sol cayendo a plomo, y de noche en el resplandor de la hoguera, deprisa, a lo bruto, riendo y resoplando, no sin ruidos, pero sin pronunciar una maldita palabra a excepción de la vez que Ennis dijo: “Yo no soy mariquita” y Jack se apresuró a dejar claro: “Yo tampoco. Es una cosa aislada. Asunto nuestro y de nadie más”. Estaban los dos solos en la montaña, volando en el aire frío y euforizante, contemplando desde las alturas el lomo de los halcones y los faros de los coches que reptaban por la llanura, suspendidos sobre los asuntos cotidianos, lejos de los mansos perros de los ranchos que ladraban en las horas de oscuridad.
     Creían ellos que eran invisibles, sin saber que cierto día Joe Aguirre los había estado observando a través de sus prismáticos de 10 x 42 durante diez minutos, en espera de que se abotonaran los vaqueros y Ennis volviera junto a las ovejas para ir a comunicarle a Jack que su familia había llamado diciendo que su tío Harold estaba hospitalizado con una neumonía de la que quizá no saliera. Pero salió de ella, y Aguirre subió de nuevo al monte a darle el recado, clavó en Jack una mirada descarada y no se molestó en desmontar. Cuando llegó agosto Ennis ya había tomado por costumbre pasar toda la noche con Jack en el campamento base y, durante una ventosa granizada, las ovejas huyeron hacia el oeste y se metieron entre las de un rebaño de otro terreno.
     Hubo entonces cinco días de pesadilla en los que Ennis y un pastor chileno que no hablaba inglés trataron de separarlas, tarea casi imposible dado que las marcas de pintura estaban desvaídas y borrosas ya al final de la temporada. Incluso cuando el número de ovejas coincidió, Ennis supo que estaban revueltas. Tenía la inquietante sensación de que todo estaba revuelto. Las primeras nieves cayeron pronto, el trece de agosto, una capa de treinta centímetros que no tardó en fundirse.

(Continuará)