Por Hilda A. Mas

 

La tormenta había comenzado, fuertes ráfagas de viento soplaban sobre los sembrados; los animales, espantados, buscaban refugio ante tanta lluvia y viento.
     Y allí, en medio del campo, con los brazos extendidos y como pidiéndole al Cielo salvación, estaba el espantapájaros, sin el viejo sombrero que papá me regaló para adorna mi cabeza.  Pero ahora… había caído al suelo.
     La tormenta llegaba a su final, cuando sus pequeños hijos abrieron una ventana  y gritaron:
     —¡Está salvado!
     Los campesinos miraban las siembras perdidas. De pronto, la niña salió corriendo al campo y abrazó al espantapájaros, que, empapado en agua y sin sombrero  aún,  se encontraba firme allí. Entonces lo abrazó fuertemente. Algo le dijo al oído  muy bajito, se detuvo a recoger el sombrero, y… ¡sorpresa!: debajo de él había una pareja de codornices con su nido. ¡Estaba a salvo!
     ¡Qué  alegría!
     Y cuentan que, al paso de los días, los campos eran ya los mismos; que los campesinos estaban contentos con las siembras y que el espantapájaros se le veía feliz;  que tarde por tarde una familia de codornices, cuando el sol se estaba al ocultarse, venían y se posaban en el ala del sombrero y parecía como si le hablaran al oído.
     No se sabe si es cierto o no. Solo se sabe que ese año la cosecha fue buena y abundante.
     Ese fue el gran milagro que recibió la familia de Baldomero después de la tormenta.