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Por Mariam Aguilar
Había una vez una niña que vio un animal extraño pero lindo y unos niños lo querían cazar, pero una niña se lo impidió. Ellos seguían con muchos deseos de cazarlo; el animal corría mucho y cambiaba de color fácilmente, y por eso no lo podían atrapar. Entonces a uno de los niños se le ocurrió robarle a su padre, que era científico inventor, los planos de una máquina voladora de una gran velocidad. Una vez que hicieron la máquina, cuando llegó la madrugada que acordaron para salir, el hijo del científico inventor dijo: ¡Ahora sí que lo vamos a atrapar! Cuando todos se montaron él apretó el botón de arranque, pero la máquina no funcionaba. Nadie vio cómo unas horas antes una niña se había metido dentro de la máquina con una caja de herramientas muy pesada.
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Érase una vez un pescador anciano que vivía con su también anciana esposa en una triste y pobre cabaña junto al mar. Durante treinta y tres años el anciano se dedicó a pescar con una red y su mujer hilaba y tejía. Eran muy pero que muy pobres.
Un día, se fue a pescar y volvió con la red llena de barro y algas.
La siguiente vez, su red se llenó de hierbas del mar. Pero la tercera vez pescó un pequeño pececito.
Pero no era un pececito normal, era dorado. De repente, el pez le dijo con voz humana:
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Al teatro Tomás Terry
Por Geisy E. Rojas
Cuando un velo de silencio
engalana la ciudad,
si escuchas atentamente
el telón te contará:
historias de Venus Negra,
marilopes de verdad,
tropel de locos piratas,
furia de la soledad.
Por sus altos ventanales
mil personajes verás:
Jagua coronando peces
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Por Orlando V. Pérez
—¿Existen los dragones?
—Depende…
—¿Depende de qué…?
—De qué tipo de dragones.
—Yo te hablo de esos que hace muchos, pero muchíiiiiisimos años… cuidaban la entrada de los castillos.
—¡Ah, de los que echaban fuego por la boca!
—De esos mismos, y tenían una cola muy larga y poderosa. Tan poderosa, que podían derribar todo un ejército.
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Pues sí, el Cucharón y la Espumadera no vivieron siempre juntos en la cocina. Resulta que en muchos países acostumbraban a cocinar sus caldos, sopas o potajes, por eso inventaron el Cucharón; este vivió mucho tiempo sin casarse sumergiéndose constantemente como un buzo en ollas hirvientes en lujosos palacios o en chozas humildes. Trabajaba y trabajaba, se aburría. Tenía una vida de rutina.
Un día los hombres conocieron el arroz. Usaban el Cucharón para removerlo, este con su cabeza bola se atacaba y subía lleno de tortas.
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Sale el sol temprano en la mañana, se limpia los ojos y estira sus rayos. El Girasol es el primero en levantar la cara hacia él sin darle los buenos días.
En el jardín una rosa llenita de rocío se vuelve a un lado y al otro, esperando que algunos de sus rayos sequen la humedad de tanto rocío y le saluda. Las vicarias, sencillas y alegres le sonríen. El sol extiende sus rayos y las acaricia como un buen padre.
—Qué generoso es nuestro rey, no se da importancia y nos envía para todos por igual sus rayos vitales.
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El papalote volaba señorial compitiendo con las nubes, sintiéndose orgulloso de alcanzar aquella altura. Los pájaros al pasar por su lado comentaban:
—¡Qué gran papalote! Con esos colores parece un arcoíris.
Y al oír aquellos elogios, zigzagueaba, hacía cabriolas como un chivito alegre.
Más abajo, la chiringa culebreaba constantemente, realizaba sus maniobras como una locuela...
El niño que empinaba el Papalote decía al de la chiringa:
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Perla gentil que te meces
en balcón de litoral.
María R. Guardado
Por Ana T. Guillemí
Por la ranura del día
se cuela el sol. En la tarde
el puerto de Jagua arde:
hay incendio en la bahía.
Le digo a la niña mía
que el sol es una medalla
y el amor una atarraya
para envolver la ilusión;
que el tiempo es un camarón
haciendo nido en mi playa.
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Por Eduardo Benet
Moviendo los brazos
bogan los remeros,
mientras en la ropa
Guía el timonel.
Y surcan las olas
los botes ligeros,
jirones de espuma
dejando en tropel.
Así cuando suben,
y así cuando bajan,
los remos parecen
alas al volar
y es que los remeros
con ardor trabajan
por ver quién consigue
primero llegar.
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Por Jorge L. Machado
Hace unos meses, en uno de mis paseos por el borde de la charca, vi una ranita, pequeña aún, a la que le faltaban las puntas de sus patas traseras. Me dio pena con ella, pues no tenía silla de ruedas, ni padres ni abuelos que se pudieran ocupar de su alimento, o de llevarla a pasear.
Me miró y vi en sus ojos una enorme tristeza. Entonces, la tomé en las manos, acaricié su cabecita y pude comprobar que, al igual que a mí, algún accidente o enfermedad había terminado con sus patas traseras y sólo le quedaban los huesitos del muslo.
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