Por Manuel Ramos

Érase una vez una princesa que siempre estaba triste. Por las noches, su llanto resonaba por todas las estancias del castillo.

Sus padres, los reyes, de aquel pequeño país, no hallaban la manera de ayudar a la hija.

Pero un día, mañana de primavera, un joven soldado que vigilaba la entrada a los aposentos de nuestra princesa, conmovido por su llanto llamó a la puerta:

—¿Quién sois?

—Soy Carmen, mi señora, el guardián de la puerta.

—¿Y qué desáis?

—Quisiera haceros feliz.

La princesa, sorprendida, abrió la puerta para observar a quien tan osadamente se había dirigido a ella.

Un joven y apuesto soldado la miraba con los ojos enternecidos.

—Sé de un lugar donde brotan las flores de tantos colores, que a la vista le resulta imposible captar tanta belleza. Junto a una montaña de heladas cumbres, existe un pequeño lago de aguas tranquilas y cristalinas. En ellas, vuestra gracia y hermosura se reflejarán como si de un espejo se tratara. Si vuestra merced se dignara acompañarme, os mostraría encantado.

—La princesa, que no salía del asombro, sorprendentemente le contestó que ansiaba conocer tan magnífico lugar.

Así que, tomaron dos caballos de las cuadras reales y partieron de inmediato.

Al llegar al lago, tras una hora cabalgando, la princesa quedó extasiada ante tanta belleza.

Los olores, los colores, todo resultaba maravilloso. En aquel lugar, incluso los cantos de los pájaros sonaban diferentes y de melodías embriagadoras.

Pero lo que la princesa no sabía es que aquel lago no era muy distinto a los demás lagos del reino. Que aquellas flores eran las mismas que rodeaban su castillo y que aquellos pájaros cantaban los mismos trinos que en todos los lugares.

La única diferencia era que, sin saberlo aún, la princesa se había enamorado del apuesto soldado que cuidaba su puerta y que esta era la razón por la que percibía las cosas de una forma distinta.

Ese mismo año, los dos jóvenes se casaron entre grandes festejos. El pueblo estaba feliz porque la princesa era feliz. Los reyes reían, porque su hija reía. Y nuestra princesa, por fin, se encontraba alegre, porque había comprendido el significado de la palabra amor.

Tomado de Tres cipreses. Editorial Arte y literatura, La Habana, Cuba, 2006.