Por Wendy Ferrer González

Aquella mañana del 14 de abril desperté de vacaciones. Un montón de libros aguardaban en la mochila hasta el reinicio del curso escolar. La alegría fue inmensa; después de desayunar, arreglar la cama, peinarme y vestirme como es debido, salí a dar un paseo por el barrio.

Cuando caminaba por el jardín de la vecina, observé un papelito brillante que se movía entre los príncipes negros, desperdigando un halo de luz. “Quizás sea algo que la vecina haya olvidado”, pensé; así que lo tomé despacio por miedo a estropearlo con las espinas de las rosas. Era un gran pedazo de papel, casi tan alto como yo, ¡y tan raro! A simple vista me pareció un calendario con sus días, semanas y meses; pero a decir verdad, no encontré qué debiera devolver. Decidí leerlo por completo, por muy trabajoso que resultara, pues algunas letras estaban un poco borrosas. Quizás tenía suerte y encontraba algo atractivo en el mes de abril, digo, si lo encontraba por algún sitio entre aquel círculo loco donde el principal eje era el tiempo.

El almanaque no era como todos los que había visto, quizás era más interesante que el electrónico que me habían mostrado, hacía pocos días. No encontré el mes de abril, pero sí encontré un día de las verduras, uno de los sueños, uno de la gelatina, y ¡qué delicia!, ¡uno de chocolate! “¡Qué almanaque tan curioso y original! —pensé— ¿A quién se le habrá ocurrido esta gran idea?” Una voz en mi cabeza me instó a entrar en él. “¿Cómo se supone que voy a entrar en un alma?” No pude terminar la frase, una gran carga de viento me absorbió rápidamente sin darme tiempo a reaccionar. Todo se puso oscuro, la sensación que sentía era estar parada en el suelo, un suelo grueso y duro, pero no, estaba leyendo, estaba segura de que caía, o al menos eso pensaba. Aparecí en la pradera, solo cielo y pasto podían alcanzar mis ojos. No sabía qué hacer. Parecía un ventilador, girando la cabeza hacia todos lados, hasta que miré hacia el horizonte que se perdía en las montañas. Un precioso e inmenso arcoíris nacía entre las nubes.

—Pero si es el mismo de la pradera del almanaque —dije asombrada.

Volteé la vista. A lo lejos alguien venía. Quizás podría ayudarme a encontrar el camino a casa.

Era un hombrecillo muy gracioso. No debía medir más de metro y medio. Llevaba un frac a cuadros negros y blancos y un enorme sombrero de copa. Aquel traje lucía más ridículo que elegante. A menudo se enroscaba con los dedos los delgados bigotes y me miraba fijamente con sus pequeños ojos negros.

 —¿Cómo llegaste hasta aquí, niña? —preguntó.

     

Con este cuento la autora obtuvo Tercer Premio en el Encuentro-Debate Nacional de Talleres Literarios Infantiles, Ciego de Ávila, 2018. (N. del E.)