Por Reynaldo de la C. Fernández
La noticia de la muerte de Pito me dejó pasmado. Un shock del que aun no me recupero, pues pocos inspiraban más deseos de vivir que él. Nadie le aventajaba en sortear el destino de las malas vibraciones con la pericia que él lo hacía. Por un momento pensé que era una broma o un juego pesado, como las tantas muertes tontas que circulan en facebook. Tenía la esperanza que fuera una fake news más. Una bola de pueblo chiquito de muerte simulada para ver cuánto lo querían. Solo bastaron minutos para comprobar que Pito se nos había ido con su música al encuentro de otros amigos ausentes. Y me quedé sin recuerdos en un mecanismo mental para compensar la tristeza, y el no poder darle un último adiós.
Lo conocí en la Escuela de Medicina de Santa Clara en 1979, cuando la efervescencia de Saturday Night Fever y el final de los pantalones campanas. Y aunque no cursábamos el mismo año, coincidimos alguna que otra vez en el pasillo de docencia, o sudando la gota alcohólica en la discoteca El Sótano en los bajos del Santa Clara Libre. Desde entonces presumía el don de la libertad, y la ilusión de convertirse en un afamado doctor. No pudo cumplir sus sueños, y marchó a su pueblito querido para empezar una y otra vez, la ocupación que nunca acababa.
En los ochenta subió hasta Mina Carlota, a medio camino antes de llegar a El Nicho, para convertirse en profesor de Matemática y descubrir la paradójica relación entre la insensatez y lo racional. Fue almacenero en la Guasasa, administrador de un hotelito intramontano en Cuatro Vientos, dirigente sindical de Comercio y Gastronomía, promotor de los innovadores en la ANIR, gestor diestro de Recursos Humanos en el campismo de Playa Fría, y por último subdirector de Ministerio de Trabajo hasta el día de su muerte.
Me recordaba al correcaminos de los dibujos animados, con un pie en las Cuatro Esquinas y el otro en el Coppelia. Nunca quieto en el mismo lugar. Un zeppelín sin tiempo, ya fuera a pie o en bicicleta. Pasaba a toda velocidad a mi lado, agitaba una mano más allá de su cabeza y me gritaba: “¡¡¡Dr. Hook!!!”, en alusión a la banda de rock de los 70. Y cuando intentaba responderle, ya se había perdido calle arriba o calle abajo, según soplara el viento en su veleta imaginaria, y solo alcanzaba a ver los tres mechones que le caían ralos sobre la espalda.
Nunca lo supo, pero cada mañana lo veía en bicicleta desde el portal de mi casa, recoger a su Valeria encantada, la nieta regalo, y solo en ese momento lo veía respirar en paz. Ella, y Jahiron (el otro nieto), eran su gran ilusión. De él, solía decir con vanagloria: “Este será mi sucesor”. Y se hinchaba de orgullo ante el heredero de la dinastía Jiménez. Así construyó una historia de orden y protección con Fela su madre, Cristiany la primogénita, y Rosalia, la doctora de la familia.
Leía con vehemencia revistas, periódicos, libros… Le apasionaban los temas filosóficos, la política, la astrología, la cultura, la autoayuda… Conocía de todo un poco, y un poco de todos, como dijera un amigo: “Desde que llegaba te daba la información del día, te actualizaba del acontecer con su peculiar estilo de contar actuando, era un periodista frustrado”. Febril en el debate, aunque remiso cuando la discusión tenía tintes violentos. Intervenía como conciliador entre amigos enfrentados, y buscaba un ambiente de paz, en la que reinara la música, el baile, y por supuesto los rones.
Recién descubrí su amor por la poesía. Otra advertencia desde la eternidad para testificar su presencia inmutable entre los que lo querían. Una señal etérea de que siempre habrá algo nuevo por descubrirle. “Nací jugando a muchas cosas. Eso lo saben los huecos de las aceras, la memoria de lo seres callejeros. Nací bajo un signo caprino, quizás confabulado se me antoja con el Aldebarán. En un estanque de nácar, en una pileta de amor, en mi fantasía innumerable donde sobran espíritus, en una palangana de aguardiente y porrazos. Después joven fui andariego, joven caprichoso, delirante, rebelde, simulador de tatuajes y ornamento, fumador y desafiante… poeta”.
Era el rey de las fiestas. Un sacramento que necesitaba tanto como el oxígeno. Nada lo detenía en su afán de fiestar y armar la gozadera. Nada resultaba intrascendente con la excusa del gran acontecimiento. Un cumpleaños, un recibimiento, una despedida, un 3 de Mayo (1), una boda, el nacimiento de un gato o el vuelo en círculo de un aura pollera. Todo era fiestable. Con doble quilate para la música anglosajona de los 70, podía improvisar la discoteca más estridente del Universo, convertirse en un disc-jockey y cantar a todo pulmón un himno sicodélico de la Era Acuario. Nadie reía más alto. Nadie gritaba con más disonancias. Nadie le aventajaba en sus historias de excéntricos perseguidos de cuando en los carnavales de antaño, era el rey del Guayabero.
Con la música anglosajona de los 70 hizo un pacto de honor. En una suerte de alianza militar, sabía obra y milagro de cuanta banda o cantante marcó hitos. Cuenta su amigo Reynaldo Becerra el furor de los fines de semana en el patio de su casa, cerca de la coctelera: “Encendía un radio Selena, con un buster, con el que podía captar con mayor potencia las emisoras americanas, para seguir el America Top 40 de la WGBS de principio a fin”. La salida a la venta en el 2011 del libro Dos décadas de música: el sonido anglosajón de 1960-1980, del periodista habanero Joao Pablo Fariñas, fue una epifanía. Contactó con el autor y lo trajo hasta Cumanayagua. Un viaje que sería el embrión del Festival Cumanayagua Alternativa del que fue uno de sus principales organizadores.
Fue un idealista obstinado que perseveraba en la felicidad sin barreras mentales, y era muy habitual escucharlo en una convincente predicación por un estilo de vida sin impuestos. Eso lo recuerda Eleine, el amor que lo acompañó durante 18 años, y con el que pudo compartir tristezas y alegrías. “Nunca quiso manifestar su enfermedad. Me decía: ‘Yo soy un roble. Pongan su mente para que vean que nunca les entra nada…Yo me quito todo de arriba, porque pongo mi mente positiva… Ustedes no saben ser felices. No saben vivir’. Así fue su vida hasta el último día”. Becerra asegura que nunca perdió la fe, y paradójicamente era él quien infundía consuelo y esperanza. “Tú tranquilo, que yo salgo de esta”, le dijo en uno de los últimos mensajes que le envió a España.
Cumanayagua fue el gran amor de su vida. La tierra de la mil danzas de Wilson Pickett donde bailar una infinita coreografía de amor. Cuentan que a escasas horas de alcanzar la eternidad, y cuando ya sabía lo irreversible de su final, pidió un bicitaxi para dar una vuelta por el pueblo y dar un último adiós a su amada Cumanayagua. De ella diría:
“Se necesitan dos corazones para vivir en Cumanayagua:
uno para dejárselo a la vieja,
el otro para crucificarlo en la esquina.
Cada día recuerdo el momento de lo vivido.
La gracia de ser correspondido.
Ser hijo de Cumanayagua,
es escribir un deseo
es contar con amigos
es saberse querido
¡Oh Cumanayagua,
nos quedan cien siglos de vida!”.
Sabino Ramón Jiménez (Pito) fue un gran amigo. Un ser poco común como un punto blanco sobre un papel en negro. Un corazón loco que recorría el pueblo en busca del Arca Perdida con la pasión de un conquistador. El niño que nunca creció y decidió volar hacia mundos imaginarios como Peter Pan, para siempre regresar a su Cumanayagua del Nunca Jamás. Otro más en el club de soñadores de una tierra inexistente, que al igual que Lennon creía que la felicidad era “una pistola caliente”.
Nota: Agradezco los testimonios de Eleine Vega Amorín, José Luis Romero García y Reynaldo Becerra. (N. del A.).
(1) Día del Cumanayagüense. (N. del E.).