Por Magaly Ojeda
Volví al lugar donde
una vez tuve una cama,
una mesa y mis ropas
colgadas en un armario.
Me senté en el sillón
que guarda casi todo
el cansancio de mis días.
Las paredes tienen la memoria
desolada. Un gato negro
me invita
a recorrer la casa.
Todos duermen a deshoras.
Mi buen vecino se envejece
entre la santa envidia
y el orgullo
de tener un carro,
cuatro neuronas oportunistas
y tres metros de tierra
esperando.
La calle también envejece a huecos,
tramos encharcados y moho.
Una cerca divide la luz
de doce sombras.
Los viejos se han ido a jugar
el tejo.
Los periódicos anuncian
un nuevo frente norte que nos acecha.
La casona carga el polvo
de una familia
que decrece.
Dios mío,
dónde vamos a enterrar
los santos muertos?
Me he bebido
las arenas, las lluvias y el tiempo.
Aquí estoy
a la espera de un sabio,
un milagro que me salve.
Soy el espejo de una casa
en derrumbe.
Soy la sombra de un cometa,
el colibrí sin rama,
el río sin cauce,
lo que fue y será
para volver luego a ser.
Necesito alguien que me salve.
Tener esta casa para mí sola.