Por Reynaldo Fernández

Los amores de Doraida y José Evaristo parecían escapados de una novela romántica. A pesar de los veinte años que los diferenciaba, estaban hechizados de amor. Sus corazones cabalgaban como bestias desbocadas cuando estaban muy cerca el uno del otro. Si bien habían vivido durante mucho tiempo en mundos distintos, un tropel de emociones los envolvía como soplo de primavera. Ella jugaba a ser actriz de películas norteamericanas de los años cuarenta. Él gustaba de tomar las riendas de su caballo como los héroes de las caballerías antiguas. La belleza despampanante de ella embelesaba a cuanto hombre cruzara por los caminos de Palmira; no sin razón era conocida como “la salvaje blanca”.

Él fascinaba a las mujeres de Cumanayagua con su figura cautivadora de Errol Flynn, en una suerte tropical de “Robin de los bosques”. Pero ni la distancia, ni los prejuicios sociales de la época, ni la rigidez de Pedro Manresa, impedirían a Doraida y José Evaristo convertirse en viajeros del tiempo como eternos enamorados.

Se conocen providencialmente. Los negocios de la Compañía de la familia García Brugueras lo llevan de un lado a otro de la entonces provincia de Santa Clara, en busca de proveedores y clientes a quienes vender la mercancía. En uno de los tantos viajes a Palmira llega hasta el negocio de Pedro Manresa, comerciante de rígido carácter que solía afirmar: “Al hombre verdadero lo conozco por la fuerza con que me estrecha la mano al saludarme”. Dedicado asimismo a la educación de sus hijos, había enviudado en 1937 por la cirrosis hepática de su esposa Cecilia Monzón. Doraida era la cuarta de cinco hermanos. Una hermosura poco común la acompañó desde pequeña. Ya una quinceañera presumida, solía engalanar su cabello con un turbante esmeralda fruncido en el centro de la cabeza. Así la vería por vez primera José Evaristo, y desde ese momento no la borró de su mente. Ella recordaría siempre aquel día, de cuando lo vio entrar al establecimiento de su padre, ataviado con una camisa de rayas azules y el pelo engomado haciendo ondas brillosas. Fue una suerte que Pedro Manresa estuviera en la trastienda, pues pudieron intercambiar miradas insinuantes y alguna galantería escapada de José Evaristo.

Empieza a visitar la casa a pesar de la reticencia de Pedro, pues no quería para su hija un hombre que la distanciara en 20 años de edad y por demás, divorciado. Dos años perduraría el noviazgo bajo la égida estricta de este, imponiendo salidas vigiladas por Elena, la hermana mayor de Doraida. El 8 de agosto de 1949 deciden escapar, como era costumbre arraigada en las parejas de entonces. Rumbo a Cumanayagua, Doraida teme las represalias de su padre y pide arrepentida regresar a casa, a lo que José Evaristo le contesta: “Mi amor, cuando una joven decide irse con su novio, ya no hay marcha atrás”. Una boda íntima ocurriría en la casa de Pepillo de Hernández en Cumanayagua, el 23 de agosto de 1949. En el cuarto de soltero de José Evaristo en los altos del tostadero de café de la familia (hoy La Casa Grande) vivirían hasta el nacimiento de María Elena (Neyi), la primera hija del matrimonio, ocurrido el 18 de septiembre de 1950.
         Los cafetales de Vista Hermosa en Siguanea eran notorios por las pródigas cosechas y la calidad del grano. El comercio del ganado se había convertido en uno de los más lucrativos del Valle. Nadie como José Evaristo para perpetuar la obra de su padre. Por esa razón, a partir del 1ro. de abril de 1951, administraría en condición de arrendatario las tierras de Vista Hermosa, bajo obligaciones ceñidas a los intereses de la Compañía Comercial y Agrícola S.A, de la cual era socio, junto a su padre y hermanos.

Subir hasta Siguanea, vagaría con nostalgia a través del tiempo en los recuerdos de Doraida. El día que llegaron por vez primera a la casona de Vista Hermosa en una fresca mañana de verano, quedaría sellado por siempre un pacto de amor entre los dos. Si bien nunca dudó en apoyar la decisión de su esposo de instalarse definitivamente en la loma, ahora estaba convencida de haber hecho lo correcto. La singularidad de aquellos paisajes ignotos y José Evaristo sentado junto a ella en el secadero de café, atisbando en la lejanía la brisa de los amaneceres, jamás los anularía de su memoria. De esas vivencias guardaría los recuerdos más excelsos su vida. Allí conocería la pasión y el ímpetu del hombre con quien estaba dispuesta seguir hasta el final de sus días.

El caserón de madera había resistido los embates del tiempo y los aguaceros recios de primavera. Era una casa confortable. Construida por el viejo Don Evaristo en la segunda mitad de la década del veinte, para descanso de su familia los fines de semana, ahora esperaba una epifanía con la llegada de José Evaristo, Doraida y la pequeña Nelly. La sala era amplia, seguida de seis dormitorios y una oficina. El comedor y la cocina enlazaban por detrás como empalme continuo de la vivienda. Las instalaciones sanitarias del baño y la bañadera, eran de primera. Medio siglo después, cuando todo eran solo sombras sumergidas, sería aquella bañadera la única sobreviviente desde el fondo del lago en los días clareados de sequía. Más allá del patiecito estaba el comedor y la rústica cocina de los peones, desde donde Piloña les alistaba el almuerzo con el bramido sordo de un tarro de buey llegado hasta los confines del Valle.

El interior de la casa revelaba la prosperidad familiar y estaba amueblada según la usanza de la época con juegos de sala y comedor de la mejor madera. Ya para finales de los cincuenta un televisor RCA Víctor les traía imágenes nítidas de la incipiente televisión cubana. La vajilla de servicio se guardaba en vitrina de cristal, completando la decoración, pilares de madera preciosa, esquineros tallados y muñequería de porcelana y biscuit. El agua de lavanda de los cuartos, las sábanas blanquísimas hilvanadas con las iniciales de la pareja y los roperos con olor a naftalina, invitaban al descanso.

Otras dependencias utilitarias se elevaban en los alrededores de la casona: un almacén de dos plantas con arquitrabes y paredes de concreto; dormitorio para los trabajadores con techo de zinc y piso de cemento; taller de carpintería con muros de piedra y sótano; caseta para proteger la turbina y la planta hidroeléctrica; cobertizo con güines donde curar las hojas de tabaco hasta lograr su amargor distintivo; roldana para pesar el ganado; lechería y casa de colmenas; hornos para cocer tejas, ladrillos y cal; secaderos y corrales. El camino empedrado se extendía un kilómetro hasta la portada de hormigón en las cercanías del barrio de Siguanea. Desde lo alto del frontón se anunciaba con enormes letras la llegada a Vista Hermosa.

Allí los días parecían no transcurrir. La vida familiar acontecía en el ir y venir de los peones por la guardarraya hasta los cafetales de la finca, contratados para la recogida del grano maduro durante los inclementes inviernos de fin de año. Otros lo hacían para la siembra y despunte de las plántulas de tabaco. José Evaristo lidiaba las faenas de colono con su vibra de esposo enamorado junto a Doraida. Cabalgaban desde la quinta de los Lora en Río Negro hasta la portada de entrada: él en su caballo “Polito” y ella ahorcajadas en la yegua alazán regalo de cumpleaños. Compartían las noches estrelladas de Siguanea y atravesaban los potreros aún mojados de rocío, para llegar hasta a la tienda del Chino Pons, donde Doraida compraba los frascos de “Pompeya”, el aroma agridulce que la acompañaba a todas partes. Visitaban a Pepillo Hernández y las amistades del batey las tardes de domingo. En junio de 1953 llegaría Liliana, la segunda niña del matrimonio para regocijo de la pareja.

Los recuerdos de Vista Hermosa se agolpan en la memoria de Doraida como cuentas de rosario. Imágenes que pasan fugaces con la misma nitidez de antaño son evocadas con la plenitud de la época vivida: la asfixia de Liliana contagiada de tosferina, el inexplicable incendio de la carpintería, el disparo lanzado al aire por Doraida en medio de la noche con el revólver vizcaíno de José Evaristo cuando se creyó asediada por bandidos, la chaqueta negra mejicana bordada con flores rojas a su gusto, la Nochebuena de 1955 cuando asaron dos puercos a brasa lenta y descorcharon una caja de sidra asturiana por la visita de Pedro Manresa y don Evaristo… tiempos que vuelan nostálgicos desde el pasado y dejan la impronta de un lugar sorprendente.

Los rumores que tanto habían atemorizado a Doraida de una salida definitiva de Siguanea se convierten en realidad. Los contratos de compra de la PRICHEC (Primera Central Hidroeléctrica de Cuba) con los residentes del Valle habían llegado a un punto irreversible. Se firma el contrato que le otorga todos los derechos a esta sobre la adquisición de un lote de la finca Vista Hermosa de 7 caballerías 843 milésimas, comprendido en la zona llana de la propiedad por el valor de 65 000 pesos. Quedarían asimismo en propiedad de esta compañía las 11 045 matas de café en producción de Vista Hermosa. Se le permite a José Evaristo el uso del camino existente dentro del lote vendido hasta el inicio de la inundación.

La familia abandona Siguanea definitivamente en noviembre de 1956. Atrás queda la historia inolvidable de Doraida y José Evaristo en tierras del encanto. Para entonces esperan su tercera hija. Mappy les nacería en la nueva casa de Cumanayagua el 3 de enero de 1957. Otros rumbos tomarían sus vidas como viajeros secretos del tiempo.