Por Nicolás Águila
La suerte es loca y a cualquiera le toca. Y al que le tocó le tocó, como a la hermana menos agraciada del cuento, que sobrevivió a la epidemia. Y por eso se dice que la suerte de la fea la bonita la desea.
El azar claro que cuenta, y tanto, con sus avatares y peripecias. Mas si marzo mayea y mayo marcea, eso son solo veleidades de la primavera, que la sangre altera, según el refranero meteorológico.
Cuando la suerte tarda en llegar y no da señales ni de humo, entonces uno tiene que inventarse su propia suerte. Vaya, hay que salir a buscarla, a lucharla, a ligarla. “Al final la vida es una fiesta y uno mismo tiene que convidarse”, como dijo un escritor cursi y superficial, de esos que acuñan frases rotundas de bellas fruslerías y pompas de jabón, a modo de cápsulas de reflexión o burbujas de autoayuda. Aunque ahora no recuerdo cuál de los dos acuarelistas de la tontería latinoamericana fue el que lo dijo.
Sea como sea, ser dichoso no es sacarse la lotería. Eso es ser un reventado al que se le apareció la Virgen de los Milagros o Santa María de la Rábida. No hay que creer, igual que Mapi Cortés, que la dicha es mucha en la ducha. Ni es tampoco sentirse feliz como una lombriz. Ni se trata de hacer de tripas corazón o de la necesidad virtud. Ni joderse o no haber nacido, como decía el peluquero de María Caracoles con su amaneramiento efectista bien calculado.
De eso nada y de lo otro ni te vistas que no vas. La felicidad, para decirlo con la letra de una samba que mucho me marcó en mis años brasileños, es “vivir y no tener vergüenza de ser feliz... cantar y cantar y cantar la belleza de ser un eterno aprendiz”. Una definición circular, seguramente. Bueno, ¿y qué?, déjala que circule. Y déjala que siga andando.