Por Nicolás Águila
Vinícius de Moraes fue un poeta brasileño de primera línea que no tuvo complejo en volverse letrista del bossa nova. Muy convencido de la fugacidad de la dicha, apostaba al aquí y ahora del que sabe que la felicidad viene con fecha de vencimiento y apenas se reduce a esos instantes fugaces eternizados en su breve intensidad irrepetible.
Vinícius se quemaba en el fuego del amor hasta que los últimos rescoldos se le apagaban entre los cubos de hielo de su whisky on the rocks. Llegada la hora del desamor y la ruptura, se refugiaba en su rincón favorito para sobreponerse a la saudade —esa nostalgia punzante tan luso-brasilera— en una sesión de terapia alcohólica con Tom Jobim, su confidente y amigo, además del músico que le buscaba a sus poemas la melodía exacta.
¿O es que era al revés y Vinícius le ponía la letra a la música de Jobim?
No viene al caso indagar ahora quién hacía el pase y quién remataba el gol de la samba al bossa. Pero sea quien fuere el haz o el envés de esa dupla musical, con ellos era el cuento de nunca acabar en el bar Veloso —¿dónde si no?—, hoy rebautizado Garota de Ipanema porque fue desde allí que Vinícius contemplaba fascinado a “la muchacha que viene y que pasa con suave contoneo camino del mar”. O sea, la “moza de cuerpo dorado” que inspiró uno de los temas más famosos de la música popular contemporánea. “La chica de Ipanema”, el bossa nova que se sigue oyendo 60 años después, compuesto por esos dos amigos y bohemios incorregibles.
Cambiarle el nombre al bar, además de una inteligente operación de marketing, fue el más justo homenaje a los dos bebedores geniales que se mantenían borrachos de la noche a la mañana para evitar la resaca y no perder el pulso de la poesía.