Por Nicolás Águila

“¿A qué hora mataron a Lola?”, te disparan a matar con la primera pregunta. Y luego vienen muchas más por el estilo, como para poner a prueba la memoria nostálgica del cubano exiliado.
     No podían faltar, desde luego, las preguntas capciosas sobre aquellos personajes populares del pasado, reales o no, que aún siguen vivos en el imaginario criollo. A tal punto que en ese cuestionario, además del Caballero de París, acompaña a Lola toda una galería de figuras tan pintorescas como Genaro (que iba directo al suelo cuando lo tumbó la mula), Chacumbele (que él mismito se mató), Bartolo (que era dueño de un divertido platanal) o el Bobo de la Yuca (el que se quería casar). Todos simbólicamente reunidos en la muy habanera Esquina del Pecado (Galiano y San Rafael), a la hora del Cañonazo (nueve de la noche), para que se lo cosan (con un alambre finito) y les quede no tan bonito como seguro.
     Se trata de un peculiar test de cubanía, siempre abierto al aporte de cada cual, que hace años circula por Internet como un cometa con la cola cada vez más larga.

Medio en broma o medio en serio, la idea del supuesto test es comprobar si uno ya se acabó de descubanizar viviendo tantos años lejos de la Isla.
     Al que no sepa responder, por descontado que le dan cero en materia de cubanía y hasta le quitan el sello de criollo de pura cepa que llevaban las cafiroletas de San Fernando de Camarones. Queda descalificado. Suspenso sin apelación. Y para mayor escarnio, lo acusan de haberse tomado la coca-cola del olvido.
     La trampa de esa larga batería de preguntas nostálgicas está en que no examina la cubanidad tanto como la veteranía. Va dirigida a los que pasan de los sesenta años. Lo que significa que no deja de ser una treta de senescentes que ya van renqueando por la tercera edad, entre los cuales me voy contando, dicho sea de paso y de prisa.
     De ahí que, a la pregunta sobre la hora fatídica de Lola, los más veteranos podemos responder en el acto, automáticamente, sin ningún esfuerzo de la memoria. Incluso nos ponemos musicales y cantamos la respuesta sin complejo de desafinar:

                                                      Eran las tres de la tarde
                                                      cuando mataron a Lola
                                                     y dicen los que la vieron
                                                       que agonizando decía:
                                                  “Yo quiero ver a ese hombre
                                                  que me ha arrancado la vida.
                                                    Quiero abrazarlo y besarlo
                                                      para morirme tranquila.”

     La hora se la sabe cualquiera que haya vivido lo bastante para sabérsela. Lo que nadie conoce es la fecha o la escena del crimen, ni el arma homicida o la identidad del asesino. Algunos aseguran que a Lola la mató un amante despechado —un médico convertido en matarife por culpa de los celos— cuando la vio paseándose con otro por el Malecón. Pero ese dato no parece estar documentado en absoluto. Debe de haberse añadido a posteriori, quizás con la idea de embellecer el currículum sentimental de la occisa.
     Según la letra de la canción, a Lola la muerte le supo a panetela. Dejó este mundo como una hembra feliz y plenamente realizada. Aguantona hasta el último suspiro, mientras agonizaba lo único que deseaba era besar a su amante homicida. Y bastó con el morbo masoquista de esa estampa de amor a prueba de puñaladas (o de disparos a quemarropa, quién sabe) para que la anécdota pasara de una generación a otra y prendiera en el anecdotario del pueblo cubano, primero como dicharacho a lo Grau San Martín y después en forma de pregunta para un cuestionable test de cubanía.
     La muerte de Lola se consideraba antiguamente un crimen pasional y hoy clasificaría como violencia de género, que es otra cursilada igual aunque más políticamente correcta. Pero, en último análisis, todo se nos queda en una melodía pegajosa con empaque de crónica roja que mantuvo durante tiempo altas cotas de popularidad.
     La Macorina y Pato Macho también fueron inmortalizados musicalmente y elevados a la categoría de mitos nacionales. Pero estos dos personajes, si se les quita el retoque de la leyenda, se nos muestran como individuos reales atrapados en las coordenadas de su tiempo. Más allá del impacto de su consagración en el cancionero cubano, los dos fueron seres de carne y hueso sobre los cuales existen noticias y referencias.
     Lola es una incógnita envuelta en el misterio. Es la víctima complaciente o la heroína tinta en sangre, según se mire, de un relato que comienza como termina: con una muerte trágica y a la vez feliz cuando en todos los relojes de La Habana daban las tres en punto de la tarde.

(*) Originalmente publicado en la Revista Hispano-Cubana (N. del A.)