Por Elizabeth Álvarez

Su novio la había visitado por tantos años, casi un siglo, y ella lo esperaba; a veces con un traje copiosamente verde; otras, vaporosa lanzaba lanas hacia el puente, en ocasiones estrenaba ceñido traje color ceiba en muda, todo para recibirlo.

Desde lejos él pitaba y su corazón enloquecía esperándolo. El amado aparecía sobre el puente de hierro; los rieles estremecidos le entregaban profundos sentimientos de unión a través de sus raíces a largadas. Cuando las caras estaban próximas, expandía calor de locomotora y las ruedas chirriaban para darse ese valor y orgullo de enamorados.

Ella movía sus ramas al olor del humo de carbón de piedra, luego quedaba quieta mirando de soslayo al enamorado parado frente al andén. Era un caballero puntual a las once, enseguida bajaban pasajeros de sus coches; más tarde paquetes y carretillas rodaban por aquel andén plagado de silencio hasta su llegada.

Tenía la nobleza pobre y digna de un coloso respetado, dejaba que a los coches entraran niños curiosos a estrenar la fantasía en sus bancos rectangulares y poco cómodos. Los empleados allí trajinando y ella esperaba que él la volviera a mirar, pues él nunca dejó de cumplir con su deber por asuntos de amor. “Ella espera” –decía a cuantos se daban cuenta de la relación.

La ceiba, erguida y con raíces bien puestas en la tierra, movía sus ramas y observaba amorosa los hilos de luz que le traían día a día al fiel enamorado. Más tarde echaba a andar su máquina con estrépito, que producía en ella la misma sensación de relación íntima, mientras por sus puertas entraban los viajeros con destino a lugares diferentes.

“También hay ceibas en otras estaciones, -decía él- pero tú eres la elegida, contigo el fin de mi itinerario”.

Ella, ruborizada en un brillo verde soleado, le pasaba las ramas por su espalda.

Al fin, él salía con nuevos pitazos para su novia. Era una luna de miel cada día.

Toda la savia bajó a la tierra y su clorofila se escondió donde nunca la pudieron encontrar cuando le arrancaron los hilos de plata y el puente por donde él hacía su entrada nupcial.

Ahora, extraña los roces de amor; también añora su aroma de humo y hierro.