Por Alexey Ruiz
Ante Bruno se encontraba la reliquia más preciada de su infancia; esta rondaba cada rincón del antiguo estudio; fueron mucha las veces que huía de las criadas o hurgaba en la búsqueda de los libros que le gustaban en aquel entonces. La tupida barba, el monóculo y su volátil personalidad eran lo que más recordaba de su familiar. El tiempo no pudo corroer los estantes que se alzaban a los costados de la angosta habitación; su mano palpaba el lugar en busca de algo nostálgico. Guiado por sus recuerdos, buscó en el estante detrás del escritorio. Al hojear un antiguo, pero bien cuidado ejemplar, un terrible hedor se propagó por la habitación y un líquido espeso invadió en cuestiones de segundos el suelo, creciendo con gran rapidez, sin darle tiempo a reaccionar.
En un desconcertante y último parpadeo sus ojos se cerraron, dándole paso a la oscuridad, o eso pensó él. En la inhóspita penumbra, apenas pudo visualizar un cerezo del cual brotaba una tenue luz, y un zumbido heló su sangre a plenitud. Ese sonido no era la primera vez que lo escuchaba, sus piernas respondieron con gran rapidez, pero pese a su desenfrenada carrera no pudo avanzar; al voltearse noto cómo ya se comenzaba a expandir el vaho que lo había torturado por tanto tiempo. Él conocía la nefasta rutina culminada en su fin, pero una idea se apoderó de su mente.
—De todas maneras, yo debería estar muerto, pero cómo me gustaría verlo por última vez.
Un ser antropomorfo emergió del umbral; cercenando en dos el cuerpo de Bruno acercó sus labios a los oídos del cadáver y le susurró con una voz cansada pero cálida:
—Aquí estoy, papá.
Con este cuento el autor obtuvo Premio en el Encuentro-Debate Municipal de Talleres Literarios (Cumanayagua, octubre de 2021). (N. del E.).