Por Nicolás Águila
Fue una noche de guarismos etílicos. Raúl Rivero anclado en El Floridita, poesía y añejo doble a la roca (o en straight, no lo recuerdo bien) en medio de la densa bruma de humo y un agujero negro, alejado de la repetitiva Feria del Libro a un paso de allí.
Raúl intentó recitarle el “Soneto de tus vísceras”, de Baldomero Fernández, a la chica estudiante de Medicina sentada en la barra con nosotros:
“Harto ya de alabar tu piel dorada,
tus externas y muchas perfecciones...”;
pero se le hizo un nudo en la garganta. Un nudo gordiano, más exactamente. Y lloró.
Le había venido de pronto a la memoria, tal vez por asociación de ideas o de situaciones, o por las copas de más, o por todo eso junto, quién sabe, el recuerdo de su amigo Wichy, el poeta Luis Rogelio Nogueras, a la sazón recién desaparecido.
Pasó el llanto puntual y Rivero volvió a la carga con las vísceras de Baldomero:
“...canto al jardín azul de tus pulmones
y a tu tráquea elegante y anillada.
Canto a tu masa intestinal rosada,
al bazo, al páncreas, a los epiplones,
al doble filtro gris de tus riñones
y a tu matriz profunda y renovada”.
Nos reímos. Luego llegó Eduardo Robreño con su vieja trova y aparecieron otros figurones. Nos despedimos de Raúl y nos fuimos a dar una vuelta por la Feria del Libro y ver qué ladrillos estaban lanzando.
Todavía es y me impresionan las lágrimas sentidas de Raúl Rivero por la muerte prematura del amigo y colega destacado de su grupo generacional. No todo en el poeta eran risas y guasas, como se cree y se cuenta. El sentido del humor, que con justeza tanto se le ha celebrado con motivo de su deceso, no estaba reñido con la tristeza o el sufrimiento. Humor también rima con dolor. Y puede hasta ser un ardid para ocultar la aflicción.