Por Jorge L. Machado
En mi modesta opinión, todos los pueblos y ciudades de Cuba, y por qué no, del mundo entero, cuentan con personajes considerados como verdaderos promotores culturales naturales. Nuestra Nación es una de las más ricas y autóctonas cultoras de la música a escala universal. En particular, los cubanos nos caracterizamos por cultivar géneros musicales –ya sean autóctonos o transculturalizados–
tan disímiles como el bolero, el son, el cha, cha, chá, el tango, la guaracha, la ranchera, la rumba, la balada, la nueva trova y la tradicional, y más recientemente, el reguetón, por solo mencionar algunos géneros. Nuestra música es una verdadera “acuarela” de ritmos y tonalidades, propios o importados, e interpretados por cantantes de diversas preferencias musicales.
Lo cierto es que cada ciudad, pueblo o batey campesino, cuenta con su “Benny Moré”, su “Luis Gómez o Chanito Isidrón”, su “Carlos Gardel”, su “Mark Anthony” o su ”Juan Manuel Serrat”, por solo mencionar algunos ejemplos; cada asentamiento poblacional cuenta con ese incansable conquistador de oídos, que nos hace mover los pies al ritmo de su música, y también proporcionarnos momentos románticos, felices o tristes; amores declarados o clandestinos, y asimismo nos retrotraen a la infancia, a la adolescencia o a cualquier época pasada, feliz o dolorosa.
Cumanayagua, pequeña ciudad entrerriana, situada al cento-sur de Cuba, no ha sido, por supuesto, la excepción. Resultaría amplia la lista de cumanayagüenses que han cultivado diferentes géneros musicales, algunos de los cuales han llegado a ser profesionales, ya sea como cantantes, instrumentistas, compositores (incluso, destacados en varias de estas líneas).
No obstante, mi interés supremo es, en esencia, rendir un merecido homenaje a un hermano no biológico, sino el resultado de un maravilloso regalo que me dio la vida en su decursar: José Ramón Romero García, cariñosamente conocido por todos como “Monguito”, y rebautizado por mí como el Serrat cumanayagüense.
El día de su deceso (acaecido el 18 de octubre de 2010), un amigo común, alguien altamente conocedor y defensor de nuestras tradiciones pueblerinas, me comentó: “Mongui se nos ha ido…, perdemos a alguien sencillamente irrepetible”.
Monguito Romero, hombre afable, cariñoso, cuentero nato, “bebedor de los sin fin” (según verso tomado de una parodia de “La muerte de Antoñito el Camborio” –de Federico García Lorca–, titulada “La curda de Evelio Cabrera”, cuya autoría pertenece al poeta Orlando V. Pérez Cabrera, inspirada en un tío de ambos) y amigo entre los amigos, siempre fue muy respetuoso, cortés, comedido, y por consiguiente, debido también a su popularidad como cantante, muy querido por todos los habitantes de este terruño.
Monguito era dueño de un oído musical extraordinario (lo que los especialistas llaman “oído absoluto”). Interpretaba cualquier género musical, y aunque prefería la música de la llamada Década Prodigiosa, muy particularmente conocía e interpretaba con infinito amor las obras del cantautor catalán Joan Manuel Serrat. Mongui era un virtuoso de la guitarra. Además, poseía una memoria prodigiosa a la hora de recordar cualquier tema musical de cualquier época, estilo o movimiento, demostrado con suficiencia avasalladora. También, era conocedor y degustador de la llamada música culta. Una de sus cualidades más sobresalientes era la vasta cultura que poseía, lo cual le permitía entablar, con suficiencia, cualquier conversación, fuera del tema que fuere.
Tuve la suerte de formar con él un dúo que se mantuvo cantando durante casi 30 años (mediante el cual hicimos de los números de la Década casi un culto generacional a la amistad, un altar cimero al amor y al disfrute melódico), en espectáculos públicos, en reuniones familiares, en interminables fiestas entre amigos, de las que se sabía cuándo comenzaban, pero no cuándo terminaban. No había cumpleaños o fecha memorable que no se celebrara. No había amigo o familiar que regresara de cualquier parte del mundo cuya presencia no se agasajara con canciones, bebidas y comida. En más de un festejo, se incorporaba su hermano carnal José Luis Romero García (Pipo), amigo muy apreciado y también virtuoso guitarrista e intérprete.
A Monguito en su sepelio, particularmente excepcional, lo acompañaron un mar de familiares, amigos y conocidos, y un río de lágrimas y lamentaciones; pero también se entonó un himno a la esperanza, mediante un gran coro que entonó sus canciones más preferidas, y por consiguiente, no faltó allí, sobre el panteón donde depositamos sus restos mortales, su inseparable guitarra.
Pasados algunos días, sentí la imperiosa necesidad de dedicarle una poesía a su memoria, y una décima brotó, no del cerebro ni del oficio, sino de lo más hondo del inspirado corazón:
Cuando un amigo ha partido,
justo allí, donde se encuentre,
es que ha escapado del vientre
común que lo ha bendecido.
En cualquier árbol florido,
en cada guitarra al viento,
en la fe, en el pensamiento,
en el llanto, en la sonrisa,
en cada soplo de brisa
ahí está, yo lo presiento.