Por Reynaldo de la C. Fernández
Una nueva escalera se ha abierto al cielo para dejar escapar otro amigo. Un gran amigo que ahora está en las alturas, cantando con gozo “San Francisco” y otras canciones de la Década Prodigiosa junto a Lennon y Nino Bravo; o tal vez escribiendo cartas de amor para Mary, la fiel doncella que lo acompañó a cuanta quijotesca locura le vino en gana.
El amigo recto, inclaudicable, que no traicionó sus ideales, aun cuando la maldad le abrasaba la garganta y lo dejaba sin voz. El hermano mayor que no daba consejos, porque sus ansias de libertad eran más grandes que su cordura, y no había decreto que pudiera doblegarlo. El hombre de ley, el caballero andante por las calles del pueblo, sin triste figura, sin matices, sin falsedades, pero con el corazón desbocado, y las manos tendidas de amor, al prójimo. El ajedrecista de las mil partidas, que no llegó a experto por azares del destino. El maestro de Biología. El masón fraterno. Ya no quedan lágrimas para llorarte, hermano mío, pero sacaré una pizca de dolor desde lo más hondo y perdido de mi alma, para decirte adiós. Y quedaré quieto, escuchando “Vuelve a casa”, aquella canción que entonabas en los amaneceres bohemios de Cumanayagua, junto a Monguito Romero y otros errantes de la noche. Ya no habrá más “Mazorcón”, pero los que te queremos, seguiremos caminando junto a ti por esa tierra llamada infinito. Descansa por toda a la eternidad, Jorge Luis Machado Cabrera.