Por Reynaldo de la C. Fernández
Todo se nos puso al revés en una noche. Larga y nefasta noche que no acaba. Y seguimos asediados por la muerte, para quedarnos indefensos ante su paso infalible, destructor del tiempo y de la vida. Impotentes de rabia y dolor, por lo que no hicimos, o pudo ser mucho más. Nada se compara con la partida inesperada de un ser amado, del amigo que no pudo darte un adiós. Se van historias de abrazos inconclusos. La eterna despedida, sin un beso y el corazón apagado. El llanto por el recuerdo de una cena familiar jamás olvidada. Es la filosofía de lo indetenible, de lo que está fuera del alcance de nuestras fuerzas. Es la existencia efímera de los pobres mortales que somos.
Ese es el dolor de estos días de pandemia e incertidumbre, cuando una microscópica partícula ha podido dañar más que todas las enfermedades juntas. Una angustia por el compañero de trabajo que no será nunca más una tarde de café, por el vecino que regalaba un poco de azúcar y ahora está ausente en tu ventana; por la tía de la infancia, por los hijos que lloran a sus padres, por las madres sin consuelo. Un dolor que te constriñe y te ahoga, y te deja desarmado, sin siquiera poder gritar un Padre Nuestro, por los tantos gritos sordos que se escuchan en cada calle, en cada casa, en cada rincón de Cumanayagua.
Una lágrima, colgada con desesperación en cada ambulancia que se aleja, aullando como lobo en noche de luna. Una despedida digna para el que tuvo sepultura apresurada a mitad de la noche, sin oraciones, sin flores, sin velas, con las estrellas cómo único testigo y la tierra calándole su cuerpo aún caliente. Una angustia que no acaba cada mañana en la cola del pan, con la noticia de otra víctima inútil de tan nefasto virus.
Hoy pasan como imágenes que se agolpan. Son recuerdos que me atormentan y me dejan sin aliento. Amelita, la maestra noble que a tantos niños les regaló su corazón; Papo, rastreando la Calle Real como un duende travieso; Martica la peluquera, combinando tintes y colores para embellecer la vida; la otra Martica, la cristiana, fiel a su fe, a su Dios y a su familia; Oslay, el amigo matemático-informático que sumaba esperanzas y restaba tristezas; Magalys, la de la palabra precisa, guardiana de la cultura y el canon; Neyda, la eterna abuela de Argelio; Yolanda la costurera, que a tantos encandiló con sus vestidos de gala; Mileydi, la abuela de los superpoderes con su mochila perenne a la espada cargada de ilusiones; Medina, el que una vez fuera policía; Dayana Amalia, que no alcanzo a amamantar al bebe de su vientre; Perera, el profesor de Educación Laboral… son tantos que la lista se me pierde en un callejón sin salida, en una pesadilla infinita, y me vuelve la impotencia, y la rabia, y el dolor, en una trinidad inexplicable como la Santísima.
Ellos gozan hoy la paz eterna, pero sabe Dios, omnipotente y omnisciente, que no siempre comprendemos sus designios.
Permítenos, Señor, en medio de tanto dolor, hacernos eco estos versos de Rubén Darío: “Pero aún guarda la Esperanza la caja de Pandora.”
7 de septiembre de 2021