Por Nicolás Águila
1
“El Hanabanilla vierte su caudal en el Arimao”,
nos contaba el libro de texto con la frialdad de la hidrografía.
“Es como un abrazo pluvial en las Dos Bocas”,
puntualizaba el viejo profesor con un toque metafórico
un poco cursi seguro.
“Nuestra vida son dos ríos”, se le ocurrió por fin al poeta
y dio en el clavo.
Dos ríos que dan a la Calle Real.
Que es el fluir.
Que es la ancha pista del estrecho Paseo del Prado;
la recta circular del ir y venir,
del ser y el estar, del sufrir y el querer.
Allí se pasearon los deseos, los temores, las promesas,
las angustias y las esperanzas;
se anudaron amistades,
se intercambiaron miradas,
se ocultaron sonrojos,
se enlazaron corazones
se desnudaron pudores
se desbocaron pasiones
y se me gastaron las suelas de los zapatos.
2
Desde el manto freático hasta las diez y media pasado meridiano me llega el agua isotónica, límpida, del Hanabanilla salutífero de mi infancia escambraica, a caballo del tiempo, como imitación de sí misma o como réplica de su copia en la mutación especular. Y es entonces que la musa importuna bebe las conclusiones del espanto. En el estribo mutuo la suerte y la desdicha pisan su cortesía, se saludan y luego se distancian.
El puente de hierro y la arboleda a la orilla del río crecido, revuelto y desbordado, qué lejanos los veo. Qué distantes me quedan, en la geografía y en el tiempo, las aguas del Hanabanilla aprendidas de memoria, entre guásimas y algarrobos inversamente proporcionales, los mangos redundantes y un tamarindo enorme de sombra agridulce. Qué distantes me huelen. Qué lejano yo mismo.