Por Isnoel Yanes
Ya estamos a la mesa,
un bocado más y somos náufragos,
cuerpos convalecientes, ánimas difusas.
El soldado ha vomitado todo su verde,
está apuntando a la ausencia de tu copa
y el vino suda en mis manos.
El amigo se levanta:
ahora mismo es el gatillo del guardián.
Muchacha, la copa se quiebra,
no te vistas de azul,
eso déjalo a las muñecas.
Han cercado la mirada
de nuestras semejanzas todas.
Si te retiras, yo sé que mientes.
Seremos entonces, solo de pan
y de agua salobre.
Toba
En el enfado me culpo:
la puerta estaba cerrada.
Niña de ojitos saltones,
tú los días despertabas.
Cuando velas mi descanso
por tus ojos corren alas.
Oronda porta tu cuerpo
fetidez de las cañadas.
Hoy farolas se han lanzado,
saltas tú por alcanzarlas.
Sabes de pesadas muertes
y de putrefactas llagas.
Juega tu lengua en el aire,
panes al viento robabas,
orgulloso te contemplo
en un rincón de la casa.
Una vez más, los incrédulos,
de tus orejas tiraban.
Con los párpados cerrados
Se ha detenido justo en el entramado de los cactus,
esa complicidad de inciensos lejanos.
Allí donde acaricias la desnudez de la noche,
donde la desnudez de la noche
te configura viejo lobo,
y cantas sigiloso en sus oídos:
aúllas con el sobresalto de la luz.
La Caperuza duerme sus días
en la corteza de los árboles,
y tú sospechas que está a punto de suscitarse el beso.